La calle en la que uno vive es ese marco cotidiano por el que inevitablemente transitamos y, por ende, aparece casi como una extensión exterior del propio hogar. Cada mañana y cada tarde, al abandonar y regresar al domicilio, los pasos que damos repiten algunos trayectos inevitables. Entre ellos, cómo no, el de la cuadra en la que residimos, aquella por la que, si el paseo es hermoso, salimos de modo gustoso a dar una vuelta, la vuelta a la manzana, punto en el que vecinos y peatones se entrecruzan y se saludan casi sin darse cuenta.

La calle en la que uno vive tiene algo de santuario para sus moradores, pues configura el primer escenario de la propia vivienda, el primer rostro de ese espacio común, que ya no es tan común como otros, dado que para el que allí habita, esboza también algo que lo diferencia de todos los lugares en los que nuestro destino es deambular sin que haya la necesidad de detenerse. No ocurre lo mismo, en cambio, con el pasaje en el que cada uno posee su nido, pues allí sí hay una parada a la puerta, al extremo de que la calle que domicilia nuestro domicilio es una vía insalvable entre cada hombre y su refugio.

RODERICUS