Perdonará el desocupado lector que vuelva sobre el tema que ha ocupado a muchos durante estos últimos días, me refiero al Premio Nacional de Literatura. Tema complejo el de los premios literarios, por la sencilla razón de que la valoración de la literatura no es algo objetivo; un astrofísico que descubre un planeta, una bióloga que inventa una vacuna, hacen aportes indiscutibles a las ciencias en las que trabajan. Un señor que inventa una novela titulada, por ejemplo, Por el camino de Swann se tiene que pagar la primera edición de su bolsillo y luego es reconocido como un genio, es decir, alguien que tiene una escritura singular, que dice el mundo (o "dice un mundo") de una forma única. Lo mismo le ocurrió al autor de otra obra, Ulises , que terminó por cambiar el curso de la narrativa occidental, pero en su momento le trajo solo pugnas y sinsabores. El caso contrario también se ha producido, es decir, el de escritores cuyo talento ha sido unánimemente reconocido y que no han recibido las distinciones oficiales a las que se suponía eran legítimos aspirantes, o las han recibido tarde (y, por lo tanto, mal); es el caso de un señor que escribió libros como El Aleph o Ficciones , uno de los grandes escritores del siglo XX para todo el mundo, salvo para la Academia Sueca y también el de una poetisa, autora de Desolación y Los sonetos de la muerte , a quien se le otorgó nuestro Premio Nacional con cierto retraso.
El problema de los premios consiste básicamente en saber qué institución y qué jurado los da, de eso depende qué significan. Porque un premio, obviamente, es un signo: quiere decir algo. En este caso, el Premio Nacional es un reconocimiento del Estado chileno a un escritor. ¿Qué se reconoce? Se supone que una trayectoria o, como se dice, el conjunto de una obra. Una obra, se supone también, que constituye un aporte a la literatura nacional. Y aquí viene la segunda parte del problema: ¿quién da ese premio? ¿quién juzga? Yo confieso que si fuese ministro de Educación o rector de alguna universidad (y, sinceramente, Dios me libre) tendría las mayores dificultades para elegir entre un astrofísico o una bióloga para un Premio Nacional de Ciencias porque sencillamente carezco de competencia suficiente en la materia. Tendría, pues, que delegar mi decisión en alguien que sí tuviera dicha competencia. En este caso, ¿quién tiene la competencia para decidir algo tan complejo como determinar qué autor ha hecho un aporte sustantivo a la literatura? Sin duda, los escritores, los profesores, los editores (que por definición deben quedar fuera de un jurado), en general diríamos, los verdaderos lectores. De otra manera, es decir, en el caso de que los jurados del premio sean, o actúen solo como representantes de instituciones se corre el riesgo de que dicho premio sea otorgado según lo que podríamos llamar la "ideología dominante". Y la ideología dominante en materia de cultura (y no solo en esta materia, pero en fin) es la de la cursilería, como la define la RAE, una persona, objeto o discurso que "con apariencia de elegancia o riqueza, es ridículo y de mal gusto". Puestas aparte las consideraciones políticas, porque sería francamente infame pensar que un galardón tan importante se otorga a los amigos de los gobernantes de turno (y obviando la consideración de que el premiado es "autor de una obra extraordinaria", porque si el jurado no opina eso no puede darle el premio a esa persona), en las dos últimas ediciones del premio prevalece la misma motivación: el hecho de que la obra premiada ha contribuido sustancialmente a difundir la imagen de Chile en el extranjero. Es decir, más que la calidad literaria, más que la literatura, premiamos el éxito. Esa es la ideología dominante de nuestra izquierda-y-derecha-unidas: somos un país de ganadores. Premiamos, pues, a los ganadores, a los que invaden las librerías y las salas de cine del mundo con " best sellers " y películas que vienen a refrendar el verdadero objetivo -o dessein - nacional: vamos, Chile, que se puede. Poco importa si esas obras son sustanciales, entrañables en la vivencia de los lectores, o simples ñoñerías. Germán Marín, Diamela Eltit, Pedro Lemebel y todos los demás pueden esperar, con ese criterio, hay que darle el próximo premio a quien más hace, día a día, por la imagen internacional de nuestro país: la botella de Casillero del Diablo.