¿Tiene derecho el ex Presidente Piñera a criticar al gobierno de Bachelet? Antes lo había hecho en el extranjero. En otra ocasión en un artículo de prensa. Esta semana fue en un seminario ante personas prósperas y piadosas.
Allí instó al Gobierno a “una profunda reflexión con un espíritu distinto: menos voluntarismo, menos eslóganes, menos división, más diálogo, más cordura…”.
¿Tiene derecho Piñera a insinuar que Bachelet carece de cordura, tiene un espíritu divisivo y es renuente al diálogo?
Por supuesto que sí.
Sebastián Piñera es un ciudadano como los demás. Es idiosincrásico de conducta, móvil de postura corporal y abundante en patrimonio —y eso indudablemente lo distingue—, pero goza de los mismos derechos de cualquiera, incluido el de expresión. No cabe pues discutir la facultad que le asiste de verter cada cierto tiempo sus opiniones críticas.
Tampoco vale la pena detenerse demasiado —en esto Peñailillo cometió un craso error de principiante— en el contenido de esas opiniones. Después de todo, que un ex Presidente de derecha no esté de acuerdo con las ideas y programas de una Presidenta de izquierda es de las cosas más banales y predecibles de este mundo.
Lo que es más interesante de analizar, entonces, no son sus opiniones, sino la compulsión que tiene por manifestarlas.
Apenas seis meses después de dejar la Presidencia —un tiempo breve, unas vacaciones después de un esfuerzo sostenido de cuatro años— el ex Presidente se las ha arreglado, y lo seguirá haciendo, para, mediante algún artículo de prensa, inauguración de algún evento o intervención en algún seminario, aparecer y ponerse bajo la luz. Ha transgredido así una regla no escrita que todos los ex Presidentes, incluida Bachelet, han respetado con más o menos escrúpulo: no referirse críticamente a la política de su sucesor al menos durante el primer tiempo.
¿A qué se debe esa conducta?
Desde luego no hay que descartar la explicación más simple de todas: su personalidad.
Hay en Piñera un raro combustible que lo mueve a salir a escena una y otra vez. Como si sus tics fueran una metáfora de su ser más profundo: nunca quieto y silente, siempre en movimiento, anhelante de escena, como si quedarse quieto, de espectador, equivaliera al fracaso.
Lo que ocurre es que en él hay un evidente disfrute del poder y el escenario que es, probablemente, un resultado de otro rasgo suyo que es su verdadera virtud incomprendida: el narcisismo productivo. El narcisismo, enseñaba Freud, es la identificación con el objeto libidinal, con el objeto del deseo. Piñera se identifica con el poder y de ahí el extraño personalismo a la hora de ejercerlo, el impulso por tomar las riendas en todos sus aspectos, la resistencia a abandonarlo, la necesidad de contar con un público, incluso pequeño como el de esta semana, que lo apruebe. Durante su gobierno su público más íntimo fue el gabinete que lo oía y aprobaba sus ideas. Ahora que el gabinete no está, se inventó uno permanente y fiel: el directorio de la Fundación Chile Avanza. Ahí están sus ex ministros, oyéndolo atentos. Es comprensible. En personalidades como la suya abandonar el anhelo del poder y del triunfo equivaldría a abandonarse a sí mismo.
Se encuentra también su obvio anhelo de erigirse en el líder de la derecha y, ¿por qué no?, en futuro candidato a la reelección. Después de todo ser Presidente ya no es equivalente a la cima. Ahora la cima es serlo dos veces y ya la alcanzó Bachelet. Para una personalidad como la suya advertir ese hecho debe ser levemente lacerante.
Pero, claro, tampoco hay que descartar la explicación política. La mejor reconstrucción de la vida política del ex Presidente es la de quien se ha empeñado, aunque por caminos a veces torcidos, por construir una derecha liberal, capaz de saltar de la sombra de la dictadura. Eso explicaría que muchos actos de su gobierno parezcan empeñados en no dejar títere con cabeza —casi lo logró— entre los mismos que lo llevaron al poder. Es cosa de preguntarle a Larraín o Novoa, gracias a Piñera hoy día dedicados al pacífico oficio de la abogacía.
Y, en fin, quizás la explicación que recurre a su personalidad y a su proyecto político no se contraponga. Bastaría parafrasear lo dicho por Von Clausewitz: la política no es más que una continuación de la psicología, solo que por otros medios.