“Sin prisa, pero sin descanso”, me decía un tío, citando a Goethe, cuando me veía correr de estudiante tratando de hacer mil cosas a la vez: participar en el Centro de Alumnos, publicar una revista, asistir a un curso extracurricular de esto y lo otro, ensayar en un coro, compartir con la familia, no olvidar la inauguración de la exposición del amigo, no perderme por ningún motivo una fiesta. En esa época recorríamos la ciudad de punta a cabo en micro, y esas largas travesías eran un tiempo precioso destinado a la lectura. ¡Cuántos libros leí arrullado por el estrepitoso zarandeo de fierros de esas destartaladas máquinas! Es que no hay tiempo que perder, pensábamos; ya habrá tranquilidad más adelante, cuando todo en la vida haya decantado naturalmente, cuando hayamos asumido, ojalá satisfechos, la rutina del hogar y del trabajo. Pero la vida no es tan predecible. No se trataba de estar o no satisfechos, de contabilizar logros y fracasos como en carrera hacia una meta colectivamente idealizada, sino de expandir límites personales, aceptar desafíos siempre, aventurarse por el laberinto de nuestro mundo con el solo propósito de darle sentido. Y henos aquí, en medio del camino de la vida (citando al Dante ahora), apenas resistiendo ser arrastrados por el tráfago cotidiano, siempre corriendo, sin descanso y con mucha prisa, haciendo, cómo no, esas mil cosas a la vez.
Tengo mi oficina en un viejo edificio cerca de la avenida Providencia. Cuando las obligaciones me abruman (los mensajes por contestar, las citas por hacer, los textos por leer o, peor aún, por escribir), descubro cualquier excusa para bajar a la calle y pasear una media hora. Es agradable caminar sin propósito por veredas repletas de gente un día de trabajo, observar al prójimo, detenerse en las vitrinas. Es reconfortante porque en el espacio público todos estamos en igualdad de condiciones; la ciudad, anónima y colectiva, es nuestro espejo. Ante el orden atávico de la gran ciudad, ante la multitud, nuestra prisa pasa a ser un problema irrelevante.
Providencia mantiene esta condición cosmopolita propia de las grandes capitales del mundo, imprescindible para el prestigio de la ciudad y la felicidad de sus habitantes, que aquí en Santiago parece ir escaseando: espacio público genuino, vibrante y sin condiciones. Veredas, árboles, comercio y multitud; receta infalible para un paseo de ciudadano libre y orgulloso. El centro de Santiago y una que otra avenida en otras comunas también conservan estos atributos, pero en su mayor parte la vida de calle de Santiago ha sucumbido a una política urbana de zonificación segregadora y a la irrupción del mayor de todos los peligros que la acechan: el centro comercial puertas adentro. Nunca es tarde para revertir esta tendencia.