Cómo buscamos afanosamente la felicidad. Parece que lo que más hermana a los hombres es esta búsqueda infatigable. Y sin embargo, parece que el peso de la vida, las penas, los abandonos, nos van sumiendo en una búsqueda que por desesperada es inútil.
Nada que esté mediado por la ansiedad tiene un buen resultado. Corremos sin detenernos buscando ciegos algo que nos calme, que nos dé sentido, que nos alegre en algún nivel un poco más profundo que el mero paso de minutos anestesiados del dolor.
La gratitud. Esa puede ser una respuesta.
No para esconder que lo que nos quitaron nos duele, no como una palabra vacía.
Al revés. Para tener espacio para la gratitud hay que haber pasado por la rabia, por el desnudo y el miedo de las pérdidas, por la frustración de que nada fue como soñamos, por la envidia a otros que parecen no conocer la pena. Después del infierno, hay que parar.
La tendencia nuestra es a seguir, es a aumentar la velocidad de la búsqueda desesperada, es a consumir lo que la vida me muestre, que me dé alegría o al menos que me acerque a ella. O que me prometa la ilusión de ella.
¿Y si nos detenemos?
A veces es el cuerpo quien nos detiene. Porque nadie nos quiere tristes y desesperados, o al menos es lo que sentimos.
Pero si nos detenemos, es solo como un acto de cuidado, solo para probar cómo es mirar desde la desesperanza el mundo que hemos construido. Ahí, en ese espacio de silencio, vemos cosas que no habíamos visto. Gestos de humanidad, belleza que nos rodea, historias bellas de otros tiempos felices o al menos llenos de esperanza. Y ahí, en ese rincón propio, privado y pequeño, donde hay siempre mucho que agradecer a la vida.
Porque en crisis anteriores salimos adelante, porque cuando estuvimos tristes algo nos alegró, porque podemos ver los recursos que hemos tenido para sentir el calor y la alegría, el amor, la risa, la paz.
Algo se despierta, algo del pasado, pero también del presente. Y si somos capaces de sentir gratitud, entonces la felicidad (o lo que llamamos felicidad que nadie sabe bien qué es, pero nosotros la reconocemos cuando la sentimos) parece posible.
Más aun, si así como hacemos tantas cosas rutinarias, ponemos el acto de dar gracias a la vida por alguna que otra cosita linda que nos está pasando, la acumulación arma una cierta masa consistente. Y cuando ya tenemos una islita donde pararnos, es más fácil la tarea.
La felicidad es pura gratitud.
La Violeta tenía razón: Gracias a la vida, que me ha dado tanto.