Cuando un problema involucra muertos, atentados, disputas de tierras, conflictos étnicos, intereses económicos, activistas extranjeros, ambientalistas, atención internacional y policías, no podemos dudar de que se trata de un problema muy grave. Esta semana, con la interpelación al ministro Peñailillo, hemos visto otro episodio de una historia que lleva varios siglos: el conflicto de La Araucanía.
Aunque la palabra “interpelación” suena pomposa, lo cierto es que debería tratarse de un procedimiento habitual en nuestra democracia. La Constitución dice simplemente que la Cámara de Diputados puede “citar a un ministro de Estado a fin de formularle preguntas en relación con materias vinculadas al ejercicio de su cargo”.
¿A quién le puede extrañar que los diputados quieran informarse de primera mano sobre uno de los problemas más graves que hoy aquejan a la República? ¿No deberían nuestros parlamentarios tener la mejor información y estar en condiciones de aportar con su experiencia a la solución del mismo?
Lamentablemente, ni los interrogadores ni el interpelado estuvieron a la altura. El diputado Edwards olvidó que aquí no se trataba de “pillar” al ministro en algún desliz dialéctico, sino de dar origen a un diálogo racional por el bien de la patria.
El ministro, por su parte, repartiendo ironía por doquier y más interesado en culpar al gobierno de Piñera que en entregar luces a los ciudadanos, parece no haber entendido que se trataba nada menos que de informar a un poder del Estado sobre una cuestión de la máxima importancia.
Es verdad que las preguntas más bien parecían acusaciones y que incluían materias ajenas a la interpelación, pero ¿por qué muchas veces no las contestaba? Como me imagino que las entendía, debo pensar que, o estaba nervioso, o se trataba de una estrategia deliberada. Pero, ¿no nos dijo que “la paz social se busca dialogando”? El diálogo supone la capacidad de escuchar y aprender del otro. No fue un diálogo lo que presenciamos en la interpelación del pasado jueves, sino dos monólogos a cargo de oradores poco inspirados.
Dudo que, conmovido por el sentido patriótico de los participantes, algún joven haya decidido dedicarse a política. Nadie dirá a sus nietos dentro de 50 años: “Ese día nació en mí la pasión por el bien común”.
En ningún momento tuvimos la impresión de hallarnos ante un gobierno y una oposición empeñados en trabajar juntos para resolver un problema dificilísimo. Para ellos, la pelea Gobierno/oposición parecía más importante que el conflicto mismo de La Araucanía.
Poco ayudaba el público en este espectáculo. Semejaba al monstruo de la Quinta Vergara, distribuyendo gaviotas o bajando el pulgar mientras abucheaba. No iba a escuchar, sino a imponer su opinión a fuerza de aplausos y pifias.
Entre ese conjunto de vociferantes, había un chileno que esperaba algo distinto. Jorge Andrés Luchsinger, cuyos padres fueron víctimas de la violencia asesina, tenía un título para estar ahí y merecía una respuesta. ¿Cuál fue su balance a la salida del Congreso? Había presenciado un “diálogo de sordos”.
En este panorama, bastante desolador, un parlamentario de oposición, Alberto Espina, reconoció que está trabajando en una propuesta de paz para la zona, conjuntamente con las autoridades de gobierno. En un medio como el nuestro, donde casi todas las discusiones se dan en términos de buenos y malos, no podían dejar de sorprender esas palabras. El ministro Peñailillo las aprovechó para sacar un provecho pequeño para el pequeño partido que estaba jugando en ese momento. Y no faltaron en la oposición quienes trataron de traidor a Alberto Espina. Más pequeñeces.
Los traidores son las personas que traicionan a la patria, no quienes, con mayor o menor acierto, dejan de lado sus rencores personales y se unen a sus adversarios para trabajar por ella cuando más lo necesita.
Un mes atrás, el senador Espina había criticado al intendente Huenchumilla por hacer declaraciones para darse gustos personales en vez de contribuir a la paz social. La derecha lo aplaudió entusiasmada. ¿Significa eso que las invocaciones al bien común y la paz social solo resultan aceptables cuando conllevan un reproche al enemigo? Parece que incomodan cuando exigen esfuerzo, tragarse el mal humor y ponerse a resolver junto al adversario un problema que muchos piensan que no tiene solución.
Ninguno de nosotros sabe cómo se arregla el conflicto de La Araucanía, pero no hace falta haber sufrido lo mismo que Jorge Andrés Luchsinger para darse cuenta de cómo no se soluciona.