Cada cierto tiempo, después de ponerme al día de lo que está pasando en el mundo, me asalta una indignación "karamazoviana". Iván Karamazov es un personaje de la novela "Los hermanos Karamazov" de Fédor Dostoievski. En un capítulo memorable, conversa con su hermano, el puro Aliosha, y le dice que él increparía al Dios de la fe rusa que permite la muerte de niños inocentes. Creo que dice algo más fuerte aún: que le daría una bofetada en la cara a ese Dios, en el caso de que existiese. Recuerdo -aunque no tengo la novela a mano mientras escribo estas líneas- a un Iván crispado, indignado con la idea de un Dios que permite un mundo donde campea lo que Dostoievski llamó el "sufrimiento inútil". El sufrimiento inútil (que incluye la muerte de los niños) es aquel al que es muy difícil encontrarle un sentido, porque para hacerlo habría que hacer una pirueta intelectual, casi una trampa.
Otro personaje de otra novela del gran escritor ruso es una mujer campesina que vaga llorando por la muerte de su niñito, y a la que todos llenan de discursos y prédicas ramplonas, hasta que encuentra a un sacerdote ortodoxo que simplemente le dice: "Si quieres llorar, llora". Y eso tan simple y obvio era lo que ella necesitaba escuchar.
La frase del sacerdote remite a otra frase del Antiguo Testamento: "Llorad con los que lloran". ¿No es acaso lo que debiéramos hacer todos hoy en el mundo ante la muerte -todos los días- de cientos de niños palestinos inocentes en la franja de Gaza, o la de esos otros que iban en el avión de pasajeros derribado en Ucrania, o de cualquier niño asesinado en cualquier parte? Hay que llorar con los que hoy lloran.
No sé si Putin llora, no sé si Netanyahu llora, no sé si el irresponsable líder de Hamas llora, no sé si los líderes mundiales están llorando en este momento (y no lágrimas de cocodrilo) por estas inaceptables matanzas de inocentes. Ni antes de que estallaran la primera y la segunda guerra mundial se había dado una seguidilla de crímenes de niños así de masivos. No se ve en el horizonte a un Hitler hacerse del poder de algún país importante, pero sí tenemos a una dirigencia mundial sin liderazgo moral ni político, y ese vacío es el terreno fértil para que proliferen crímenes de Estado de la magnitud que estamos viendo. No hay hoy un contrapeso sólido y consistente que sirva de contención a la barbarie y el odio desatados.
La rabia e impotencia de Iván Karamazov, el personaje de una novela rusa del siglo XIX, se dirigía directamente a Dios. Mi indignación no va dirigida hoy hacia ese Dios. Tal vez porque mi idea de Dios no es la de un Dios titiritero, guionista o director de escena de todo lo que ocurre en la historia humana. Por lo tanto, no espero mucho de él y su ausencia no puede desilusionarme. En este plano metafísico, creo que es mejor callar y esperar una respuesta -si la hubiere- en el silencio.
Pero donde no se puede callar es en la dimensión humana de la historia. Por eso, mi rabia karamazoviana va en otra dirección: se dirige a los nuevos dioses que manejan hoy el mundo. Ellos son la clase tecnocrático-militar, que permite que el nuevo orden mundial se levante hoy sobre los cadáveres de miles de niños asesinados impunemente. Estos nuevos dioses parecen estatuas o muñecos de cera del Museo de la Indolencia y el Cinismo. Son los que tiran bombas donde hay poblaciones civiles. Los que callan en los foros internacionales, o los que solo hacen declaraciones retóricas contra la guerra, los que cultivan un terrorismo irresponsable y provocador, los que privilegian objetivos económicos por sobre los objetivos humanos. Lo poco que quede de conciencia intelectual y moral de nuestro tiempo debiera interpelarlos como Iván Karamazov encaró a Dios en su minuto. ¿O ya no hay en nuestros tiempos el coraje e integridad necesarios para hacer frente a lo que Hannah Arendt -la gran pensadora judía- llamara tan lúcidamente "la banalidad del mal"?