El debate político sobre las reformas que está impulsando el Gobierno no está cruzado por la necesidad de las mismas -todos los actores estiman que se requieren cambios en el sistema de educación, en la estructura tributaria y en las instituciones de representación política-, sino más bien por la desconfianza que se manifiesta respecto de los alcances y los impactos que pueden tener estos cambios. Incluso, los acuerdos políticos -como el de la reforma tributaria- son objeto de la suspicacia de unos y otros.
Esta constatación evidencia uno de los rasgos característicos de nuestra sociedad en las últimas décadas, un país marcado por la desconfianza, en el que cada día parece más difícil proponer e implementar cambios relevantes. Sin ir más lejos, los datos indican que Chile tiene el menor nivel de confianza entre los países de la OCDE: solo el 13% de la población confía en las demás personas, muy por debajo del 59% promedio de todos los países que la integran y aún más lejos de países como Finlandia, con un 86% de confianza interpersonal y donde el sistema educacional está diseñado para cultivarla y generar redes desde temprana edad en su población.
Las consecuencias de este hecho sobre el funcionamiento de las interacciones sociales, el crecimiento de la economía y la capacidad del sistema político para articular la diversidad solo pueden ser negativas. Estudios empíricos muestran que la confianza interpersonal facilita las reformas estructurales, mejora el desempeño de la economía, instala mayor accountability en las instituciones y se asocia con mayor participación política.
En las sociedades en que impera la desconfianza se suele recurrir más a políticas que se controlan desde el gobierno central que a buscar soluciones que emerjan de las interacciones de múltiples actores sociales. La colaboración público-privada se hace menos frecuente, porque requiere de una capacidad de coordinación que la falta de confianza imposibilita. Y se privilegian las acciones que generan resultados de corto plazo, porque nadie está dispuesto a esperar la maduración de los cambios. Estos tres elementos alimentan un círculo vicioso, transformándose en una carga adicional para el anhelo de alcanzar el desarrollo.
La incapacidad del gobierno de Sebastián Piñera de introducir cambios significativos en el país estuvo directamente relacionada con la desconfianza que rodeó su gestión política. A su vez, la Presidenta Bachelet logró un amplio apoyo ciudadano para su programa de gobierno, pero esto no la libera de convivir con ella, un fenómeno transversal arraigado en la sociedad. Desatender esta realidad hará más difícil llevar a cabo las reformas que el país necesita. En cierto sentido, el éxito del Gobierno se podrá medir a través de la evolución que tenga la confianza en estos cuatro años, lo que es mucho más exigente que la capacidad de llegar a acuerdos políticos en las reformas claves.
En este escenario, el desafío se debe gestionar a través de tres mecanismos: la articulación de la diversidad social, la gradualidad de los cambios y la colaboración público-privada.
Primero, para cultivar la confianza se necesita que la diversidad que existe en la sociedad conviva en torno a un proyecto compartido. Todos los puntos de vista necesitan ser reconocidos e integrados, pero al mismo tiempo cada grupo tiene que actuar dentro de la institucionalidad que funciona para todos. Los conflictos son parte del escenario de las sociedades que progresan, frente a lo cual lo relevante es reconocer su complejidad, encontrar soluciones que articulen las visiones de los diversos actores y preservar el proyecto común.
Segundo, la experiencia muestra que los cambios institucionales más profundos son graduales y los intentos de acelerarlos "desde arriba" tienen consecuencias negativas. La generación de confianza tiene su propio ritmo, por lo que es necesario ajustar los horizontes de maduración de las transformaciones a la capacidad del sistema político para despejar las aprensiones que manifiesta la población.
Tercero, la confianza se apoya en las relaciones "cara a cara", lo que significa que las partes participan del diálogo que precede a una acción colaborativa. Frecuentemente los gobiernos organizan ejercicios de consulta o eventos de discusión, pero difícilmente abren las puertas a una coordinación público-privada, en que participan las empresas y los organismos de la sociedad civil, como ocurre en la mayoría de los países desarrollados.
En síntesis, las sociedades modernas deben reconocer que los procesos sociales ocurren a través de redes e interacciones en las que la confianza es fundamental. La efectividad de las estrategias basadas en el control "desde arriba" está cada vez más cuestionada en las organizaciones y en los países. Chile debe reconocer su déficit de confianza a la hora de gestionar los cambios que la población demanda.