Esta semana se alcanzó un acuerdo en la política tributaria. Y de inmediato se comenzó a impulsar otro en materia educacional. ¿Es valioso ese acuerdo?
Hay quienes se alegraron por este acuerdo que, en su opinión, representa lo mejor de la cultura cívica de Chile: la disposición de sus dirigentes a respetar y acoger el punto de vista ajeno. El acuerdo limaría la amenaza de que la mayoría aplaste a la minoría. Otros, en cambio, creen que el acuerdo de esta semana oculta un retroceso: la vuelta a la política del consenso con que las élites manejaron la democracia chilena luego de la dictadura. Ello, se dice, confirió un inaceptable poder de veto a la minoría que acabó, así, en un perpetuo empate, favoreciendo el statu quo heredado de la dictadura.
¿Quién tiene la razón?
A primera vista los primeros, los que piensan que ese acuerdo homenajea la vida cívica.
Pero se equivocan. Quienes piensan que este acuerdo es intrínsecamente valioso, están equivocados.
Para darse cuenta por qué hay que dar un breve rodeo.
Por supuesto, el consenso es muy importante. Sin él, no habría sociedad, sino una simple yuxtaposición de individuos, cada uno persiguiendo lo que le apetece. La sociedad requiere algún núcleo compartido que funde la cooperación y ponga límite al conflicto. Ese núcleo compartido casi nunca se hace explícito sino que subyace a las instituciones. Por eso, Ferdinand Tönnies afirma (en su famosa obra "Comunidad y sociedad") que el "consenso es silencioso: donde él existe la palabra se retira". Ortega y Gasset lo decía, incluso, mejor. Hay ideas, explicaba, y hay creencias. Las ideas se tienen; en las creencias se está. Todas las sociedades poseen creencias compartidas: supuestos sobre las que descansan sus instituciones y sus esfuerzos. Este tipo de consenso posee un valor intrínseco. Allí donde no lo hay, la sociedad está en riesgo.
¿Hay que aplaudir, entonces, el consenso tributario?
No, en absoluto. Porque ocurre que en las sociedades modernas -como la chilena-, el consenso que merece la pena está solo restringido a los derechos fundamentales. La sociedad chilena -como ocurre con todas las sociedades que se modernizan- tiene un amplio espacio para la diversidad, para el conflicto y para la disidencia, con la única condición de no lesionar el coto vedado de los derechos fundamentales.
Salvado ese núcleo mínimo (que en el caso de la reforma tributaria no estaba en peligro, como tampoco lo está en la reforma educacional), no hay ninguna razón para buscar el consenso a ultranza, renunciar a la mayoría de la que se dispone y erigir eso en la máxima virtud cívica. En una democracia la mayoría no tiene ninguna obligación de respetar el contenido de las ideas o puntos de vista de la minoría. Su deber -cosa distinta- es respetar los derechos de las minorías, incluido, desde luego, su derecho a expresar esas ideas e intentar persuadir a los ciudadanos con ellas, pero la mayoría no tiene ningún deber de considerar valioso o digno de ser recogido el contenido de las ideas de las minorías (salvo que ella misma se dé cuenta de que está equivocada y que las ideas de la minoría son mejores).
Así entonces, no hay razón para aplaudir el acuerdo tributario alcanzado por el ministro Arenas en la casa de Juan Andrés Fontaine, asesor de la minoría y hermano de Bernardo Fontaine, el filántropo cuya generosidad e intensa preocupación por el bien común lo movió a financiar los avisos de prensa contra la reforma. Si el consenso no tiene un valor intrínseco (excepto que se trate de ese consenso del que hablaban Tönnies u Ortega, pero no es el caso), no se observa por qué debiera celebrarse que el ministro Arenas, reunido en la privacidad de la casa de Juan Andrés Fontaine, haya alcanzado ese acuerdo. ¿Desde cuándo los ministros de la Nueva Mayoría discuten los asuntos públicos, a la hora del té, en el hogar de los asesores de la oposición y todos le aplauden?
Presentar como un logro cívico un acuerdo alcanzado por el ministro, el subsecretario y el asesor de la minoría, en la casa de este último, mientras mascaban galletas, sin el control ni la presencia de las fuerzas políticas, lejos del escrutinio ciudadano, y sin explicar por qué la mayoría renunció a serlo, es simplemente incomprensible.