La vergüenza de Brasil no puede ser solo por la paliza alemana, ni por haber llegado a cuartos de final gracias a que los chilenos no supieron lanzar penales, ni a semifinales porque a los colombianos les dio pánico escénico durante todo el primer tiempo. Esta selección representa la mayor traición a un estilo de juego, a una identidad nacional, a casi una forma de vida que durante décadas, casi un siglo, los equipos brasileños, con más o menos intérpretes, lucieron donde fuera.
El luto brasileño debe ser por la concepción de fútbol que sepultó Scolari desde que asumió este proceso al privilegiar a un grupo de jugadores limitados, sin personalidad y brillo, pero de obediencia castrense, en lugar de otro que el entrenador sabía de antemano no podría dominar, porque pertenecen a otra estirpe.
Soberbio como pocos -y eso que en Brasil hay suficientes cuando se refiere a fútbol-, el entrenador marginó a Kaká, Robinho y Ronaldinho porque en su obnubilación creía que con Neymar alcanzaba; ciego, como todos sus asesores, supuso que la Copa Confederaciones 2013 era un parámetro real de lo que vendría un año después. Falso. Scolari no solo equivocó el plan de origen, sino que fue incapaz e inepto para modificarlo durante el Mundial.
El candidato por antonomasia, el favorito de la mayoría, el máximo aspirante de toda lógica futbolística, el que organizó este Mundial para ganarlo, el que por historia, tradición y respeto no podía decepcionar, terminó abatido, con la misma expresión amorfa que denotaron su juego y falta de jerarquía en este Mundial.
Aunque muchos creyéramos que en algún momento el equipo del técnico nefasto tendría que despertar y, por lo menos, asumir su condición de postulante número uno, lo verdaderamente increíble es que ni con la ayuda de la FIFA Brasil habría salido campeón. Este equipo de tercera categoría no habría dado la vuelta olímpica ni aunque Blatter y compañía se hubieran empeñado y muñequeado para encaminarlo.
Scolari y sus jugadores han superado todas las cuotas de tolerancia, pese a ser semifinalistas. Y cuando haya que hacer el balance final, ni el fracaso de España, ni la humillación de Italia, ni el bochorno de Inglaterra, ni la lamentable participación de las selecciones africanas, ni la decepción de Portugal o el desilusionante paso de Rusia le harán mella. Se ha cumplido la peor de las pesadillas del Scratch: como en 1950, la gente recordará más la deshonrosa caída de su selección en el Mineirao que la vuelta olímpica del que salga campeón.