Muchos locales cierran el lunes en Valparaíso. Y después del incendio, la ciudad parece haber bajado más sus cortinas todavía. Pero hasta los lunes más muertos de todos, un sastre abría ritualmente su local de Almirante Montt 61. Aquí llegaban a remendar sus pantalones o sus camisas los transeúntes que prefieren ser fieles a su ropa, los que no piensan que haya que botar todo lo que se desgaste. Hoy día, inesperadamente, la cortina metálica de la sastrería está abajo. Y un cartel anuncia el duelo por la partida del hombre que siempre sonreía con la misma dulzura con que zurcía. Ha muerto el sastre don Ricardo Araya, el tata sastre. Qué desastre para los que nos confiábamos que siempre iba a estar ahí, como si la muerte no pudiera tocar a alguien tan impecable como él. Ya nadie remendará nuestros vacíos, nuestras heridas, la ropa cansada que nos ponemos los lunes, aunque vayamos de bajada, por Almirante Montt hacia el Plan de todos los días. En el hueco de una ventana, apenas cabían él, su máquina Singer y un gato. Y lo más importante: su sonrisa, pequeña lámpara encendida detrás de los vidrios. Que la ciudad se detenga un instante. En un país donde agonizan los oficios y escasean las sonrisas regaladas gratuitamente en plena calle, que muera un sastre de barrio tan dulce como don Ricardo es una pérdida irreparable.
Sobre todo ahora que las cosas ya nos son cada vez más ajenas y menos familiares y nuestra relación con ellas se ha hecho cada vez más distante, porque su hechura viene de otra parte. Fue Rilke el que dijo: "Para nuestros abuelos, una torre familiar, una morada, una fuente, hasta su propia vestimenta, su manto eran aún infinitamente más familiares, cada cosa era un arca en la cual se hallaba lo humano y agregaban su ahorro de humano (...) Las cosas dotadas de vida, las cosas vividas, las cosas admitidas en nuestra confianza están en su declinación y ya no pueden ser reemplazadas. Somos tal vez los últimos que conocieron tales cosas". Y lo dijo hace casi un siglo, cuando la amenaza venía de la invasión de los objetos manufacturados en América del Norte. Rilke no alcanzó a conocer ni la manufactura china ni la "obsolescencia programada", que hace que todo (desde nuestros abrigos hasta los refrigeradores) sea obscenamente desechable. Don Ricardo era tal vez uno de los últimos sastres de barrio. Antes hubo un zapatero, un panadero, en cada esquina del mundo, y no faltaba la visita del afilador de cuchillos. Las cosas se hacían y se reparaban ante nuestros propios ojos. Ahora llegan hechas de Ninguna Parte. Don Ricardo no solamente remendaba camisas. ¿Quién reparará nuestras sonrisas ahora? Me detengo ante el local cerrado con la ilusa esperanza de que se levante su cortina metálica otra vez. Pasa un joven a mi lado y me cuenta que un día de lluvia vino a dejarle unos pantalones y como estaba estilando no se atrevía a entrar en el local de don Ricardo. Este le sonrió, lo conminó a pasar y le dijo: "cuando llueve, todo se moja". Invierno o verano, el sastrecillo sonriente sostuvo el gesto de una vieja cortesía hoy casi totalmente extinta. Una cortesía de gestos mínimos pero certeros. Como un pan bien hecho, recién salido del horno; como un zapato cosido a mano. Nada reemplaza la mano de un hombre que hace bien las cosas. Ha muerto el sastre de nuestro barrio y el abismo se cuela por los hoyos impunes de nuestras ropas, y estamos como desabrigados ante un frío mortal. Don Ricardo era de los que daban puntada sin hilo, de los que sabían coser con serenidad y desasimiento lo irreparable, la vida. Tengo una herida aquí en la manga izquierda de mi camisa, tengo una "papa" en mi calcetín y esta ropa me duele y se conduele, porque no está manufacturada en China, porque todavía siente. Y la máquina Singer y el gato de don Ricardo se miran, con esa tristeza que se apodera de los seres y las cosas cuando ya no hay un sastre que desde su ventana y su sonrisa remienden la calle por donde pasamos todos los días.