En la derecha, algunos han tratado de meter susto asimilando la actual reforma educacional a la ENU. La verdad es que son muy distintas. Aquí, el riesgo no es caer en un modelo cubano, sino en una mediocridad de talante estatista, lo que ciertamente marca una diferencia. Una reforma que no parte por mejorar la calificación de los profesores, someterlos a evaluación y pagarles bien, no parece que pueda aspirar a nada parecido a la calidad.
Por otra parte, la situación actual de la educación privada subvencionada no tiene nada que ver con la que existía en 1971: hoy es poderosísima y en ella se educan 1.800.000 chilenos. En este sentido, las repercusiones de la actual reforma son quizá menos profundas pero mucho más amplias que la polémica ENU.
Hasta ahora, el Gobierno ha podido hacer lo que quiere, porque tiene una abrumadora mayoría en el Congreso y, más importante, porque no le tiene miedo a la oposición. Sin embargo, su reforma educacional ha tropezado con obstáculos inesperados, no en el Congreso, sino allí donde nació: en la calle. En concreto, en las últimas semanas se ha incrementado la resistencia de los padres y apoderados cuyos hijos estudian en la educación particular subvencionada, a la que se suman los sostenedores de los colegios que están en esta situación.
El Gobierno ha comenzado a ponerse nervioso ante esta movilización. Es natural; cualquier persona con un mínimo de olfato político le tiene miedo al enojo de la clase media. Es la ira de los mansos, que pocas veces estalla, pero que cuando lo hace, puede resultar imparable.
La identidad de estos nuevos actores sociales es singular. Cuando uno lee sus declaraciones, percibe que la mayoría de estas personas muestran una sensibilidad de centroizquierda. Casi todas quieren fortalecer la educación pública y apoyan con entusiasmo la idea de fomentar la equidad. En 2011 y 2012 marcharon por las calles de Santiago, y en las últimas elecciones probablemente votaron por Bachelet.
¿Qué ocurrió, entonces? Simplemente, sucede que las cosas han llegado demasiado lejos y esos padres de familia no van a quedarse tan tranquilos. No están dispuestos a que alguien haga experimentos de incierto resultado con la educación de sus hijos.
En este contexto, la reacción de Ignacio Walker ante la reforma educacional no puede entenderse como mero oportunismo o un deseo de singularizarse frente a la marea izquierdista. Más bien, es la consecuencia de haber entendido que no puede haber una coalición de centroizquierda que resulte viable (y mucho menos una DC), si se torna incapaz de interpretar ese malestar de una parte importante de sus bases.
¿Qué futuro puede tener este movimiento social de resistencia a ciertos aspectos medulares de la reforma? Es difícil saberlo. El ministro Eyzaguirre está dedicando sus mejores esfuerzos a calmar a la gente, diciendo que no hay nada que temer. A lo mejor le creen y todo queda en nada. Pero como sus afirmaciones no parecen coincidir con su conducta, le resulta difícil ser persuasivo.
Esta reacción de la sociedad civil, aunque importante, todavía no tiene un impacto político decisivo. Para conseguirlo, los dirigentes de las asociaciones de padres y apoderados, lo mismo que los sostenedores de colegios subvencionados, tendrían que involucrar a otros estamentos, comenzando por los propios alumnos. En 1972, Andrés Allamand abandonó el colegio Saint George para irse a un liceo desde el que pudiera postular a la Federación de Estudiantes Secundarios. ¿Cuántos estudiantes existen hoy en Chile capaces de hacer algo semejante para defender la libertad de educación?
Algunos instan a estos nuevos movimientos a conseguir el apoyo de los padres cuyos hijos están en la educación particular pagada. Pero esta meta es difícil e incluso indeseable, al menos por dos razones. La primera consiste en que esa gente está muy tranquila, pensando que a ellos nunca les afectará ninguna reforma. La segunda es que la incorporación de esos aliados los puede hacer perder su perfil de clase media y media-baja, lo que repercutirá negativamente en la imagen del movimiento.
En todo caso, el dato fundamental no es cuántos y qué aliados consiguen, sino la cantidad de ira que acumulen los padres y apoderados de la educación particular subvencionada. Si es mucha, la arrogancia de algunas autoridades se transformará muy pronto en temor.