Advertencia: esta columna está dirigida a cristianos.
El problema de Felipe Berríos no está en las verdades que dice. Solo gente muy insensible puede hacer oídos sordos a sus alegatos en contra del clasismo. Tampoco está en la forma a veces brutal en que se expresa. La tradición cristiana está llena de estos ejemplos, desde Santiago el Menor hasta León Bloy, pasando por las invectivas de San Basilio contra el egoísmo de los ricos. Este lenguaje duro puede ser muy sano. Todavía recuerdo la indignación de Gonzalo Vial cuando erradicaron las poblaciones de Vitacura y Las Condes. Como auténtico conservador, se daba cuenta de que íbamos a pagar caro esas prácticas de apartheid que tornan invisibles a los pobres.
El problema del padre Berríos es el "combo" que nos presenta, donde el hecho de enseñarles a leer a las mujeres de Burundi va junto con el matrimonio homosexual, el combate al consumismo o el mejoramiento de la educación. Y como es una persona particularmente atractiva, sus espectadores consumen el combo enterito.
El ingrediente que pega todos estos componentes es, ciertamente, el cariño, pero se trata de un afecto como el de esas abuelitas consentidoras, que pasa por alto una distinción que está clara desde los comienzos mismos del cristianismo: una cosa es juzgar un determinado acto y otra muy distinta es juzgar a la persona que lo realiza. En la práctica, eso significa que uno perfectamente puede decir que morder al rival en un partido de fútbol es algo muy malo (juicio sobre el acto), pero nadie sobre la Tierra está habilitado para decir que el futbolista uruguayo es un malvado (juicio sobre la persona). Eso solo lo sabe Dios.
El olvido de esta distinción lleva a Felipe Berríos a pasar del cristiano deber de no juzgar personas al muy poco cristiano sistema de hacer como si las prácticas mismas fueran indiferentes: por ejemplo, quién se casa y con quién.
Como no esquiva los temas delicados, cosa que está muy bien, nos propone una peculiar lectura de un asunto muy conflictivo, el del "matrimonio" de las personas homosexuales. Su razonamiento es muy simple: si los homosexuales son hijos de Dios, ¿por qué no pueden casarse? Es más, ellos nos ayudan a ampliar nuestra visión de la sexualidad, de modo que no la reduzcamos a una mera tarea reproductiva.
Sin embargo, en su afecto por las personas, que es algo digno de seguirse, olvida que la Biblia, en bastantes textos explícitos y en toda su concepción de la sexualidad, es totalmente contraria a la unión sexual entre personas del mismo sexo. Y esto no porque la Biblia sea pacata, sino porque el amor entre un hombre y una mujer es figura del fecundo amor de Dios y su pueblo (de Cristo y la Iglesia, dirán los cristianos siguiendo a San Pablo). ¿Puede haber una exaltación mayor de la unión conyugal? Pero precisamente esa altísima valoración de la unión de los cuerpos hace que la penetración de un varón por otro, o el abrazo de dos mujeres, no sean capaces de simbolizar la indisoluble unión de Dios y su pueblo.
Frente a temas delicados, como la homosexualidad, los cristianos podemos seguir dos estrategias muy diferentes. Una es la estrategia espiritualista de Felipe Berríos, donde lo que uno haga con su cuerpo no tiene importancia radical, y lo único que importa es el afecto entre las personas involucradas, aunque eso signifique echarse al bolsillo la Biblia y una tradición varias veces milenaria, representada en este caso por la Iglesia, pero no solo por ella. En esta estrategia, casi todo es susceptible de ser bendecido, porque lo importante es la acogida (de las personas y sus actos) y que nadie sufra.
La otra estrategia es mostrar una infinita acogida a las personas (el Papa nos está dando un magnífico ejemplo), abstenernos de juzgar a los hombres y mujeres concretos, pero tomarnos muy en serio las enseñanzas de la Biblia y tener el valor de decirles que no podemos aprobar su comportamiento. Dicho con otras palabras, el cura puede y debe bendecir a las personas, pero no puede bendecir cualquier conducta ni cualquier anillo (ni cualquier banco). Esto, obviamente, implica que vamos a sufrir: no solo las personas homosexuales, sino también el resto de nosotros. Pero no todo sufrimiento es malo, también existe un sufrimiento purificador. El cristiano sabe que si acoge la palabra de Dios, Él sabrá cómo arregla las cosas.
Por mi parte, prefiero confiar en la misericordia de Dios antes que en la peculiar misericordia del padre Berríos.