Lo que más debería entusiasmar, en el estado de exaltación que nos inunda con mucha razón, es que la selección todavía no alcanza su máximo potencial.
El Chile que todos soñamos que iba a explotar en Brasil y que le daría dura tarea a España y Holanda y vencería sin contratiempos a Australia no apareció en el debut en Cuiabá ni dijo presente ayer en Maracaná. El equipo de Sampaoli ni siquiera ha tenido pasajes del fútbol que exhibió en la última fase de las clasificatorias ni que dejó a Europa asombrada cuando venció a Inglaterra y perdió injustamente con Alemania.
Pero sin mostrar un desarrollo de juego continuo, le ha sobrado para llegar a octavos de final con toda propiedad. Su rendimiento ha sido más eficiente que el del adversario, ha ejecutado un plan sin que se lamentaran contratiempos y no ha necesitado improvisar para contrarrestar las virtudes ajenas. Esta inesperada realidad hay que disfrutarla sin nublarse, porque pocas veces en nuestra historia sucede que cumplimos objetivos en un Mundial sin la calculadora y el esfuerzo extremo y desgastador que termina pasando la cuenta a futuro.
Sin duda que Chile ha sentido en Brasil 2014, más que en Sudáfrica 2010, la valoración del entorno, y tal vez por ese nuevo estatus no ha podido desplegar el juego colectivo lleno de intensidad, verticalidad e intención ofensiva por el que ha ganado respeto y prestigio, ni sus individualidades han surgido en su completa dimensión como para sostener con el talento y el kilometraje en la alta competencia las lagunas futbolísticas o el dominio del rival de turno.
Esta contradicción de Chile, que transita entre el equipo que aún no aparece en plenitud y el que pasó a octavos de final antes del cierre del grupo, favorece las expectativas de progresar en Brasil. En algún momento, ojalá contra Holanda, un rival que se encuentra en un estado superior, la selección nacional tendría que retomar íntegramente su identidad de juego: la del equipo que muerde y ahoga desde el terreno contrario, que desacomoda con la aceleración en tres cuartos de cancha, que sale por las bandas y no centraliza cuando es innecesario, que maneja los tiempos y no obsequia con tanta frecuencia el balón en su propio campo.
Ya pagado el objetivo deportivo prioritario en este Mundial, la deuda futbolística sigue impaga. Si la selección logra superar este déficit inicial, está claro que podríamos ingresar en una órbita solo imaginada por los más fanáticos, incondicionales y eufóricos hinchas.