Mi padre me enseñó a admirar y a querer a la Argentina. Con él aprendí que la "Naranja Mecánica" (Holanda 74) era una copia de la "Máquina" del River de los 40; que antes de Pelé estaban Di Stefano y Moreno; que la mejor delantera de su época era la de San Lorenzo de Farro, Pontoni y Martino. Así, de a poco, me enamoré de Argentina. Leyendo en El Gráfico a Ardizzone y Juvenal aprendí a escribir y a entender que el fútbol es un arte y no un deporte. Soñando con la zurda del Beto Alonso, aprendí a jugar con la izquierda. Leyendo a Fontanarrosa, Caloi y Quino, aprendí a diferenciar entre los genios y nosotros los mortales.
A partir del deporte, entré en la historia y la política argentina. Leyendo a Sarmiento, entendí de los caudillos desde Facundo hasta Felipe Varela; leyendo a Félix Luna y "Soy Roca", aprendí de la Campaña del Desierto y de la inmensidad de su territorio; escuchando a Tangalanga, aprendí el humor procaz y citadino, y con Landriscina, el humor elegante y provinciano.
Solo Argentina puede producir personajes como el Bambino Veira o Guillermo Coppola, el mánager de Maradona que, en el país de los vivos, el resto lo describía como capaz de fumar bajo el agua. Solo en Argentina pueden convivir la elegancia, refinamiento e inteligencia de Borges con la vulgaridad, prepotencia y estulticia de la Cámpora. Solo en Argentina pueden ser igualmente idolatrados y compartir el público el Teatro Colón y la Bombonera.
Por eso y mucho más se merecen un Papa. Y ahora que el padre de Mafalda se gane el premio Príncipe de Asturias. Un reconocimiento a que Argentina también produce genios humildes, capaces de hacer escándalo con un dibujo silencioso y emocionarnos sin tango ni verso. Nadie retrata mejor al ser humano en sus miserias y grandezas que Joaquín Lavado, Quino. Todos sus personajes habitan en nosotros: el codicioso Manolito, el soñador Felipe, la irreverente Libertad, la farandulera Susanita y la luchadora Mafalda. Quino describe al hombre con toda su complejidad a través de esa mirada infantil y cándida, pero llena de inteligencia e ironía.
Pero hay otra Argentina de la cual hay que arrancar. Esa que no sabe perder y declara las sentencias insanablemente nulas; la que no sabe ganar y celebra goles con la mano; la que no sabe pagar y aplaude de pie en el Congreso el default de su deuda.
Y porque le tengo cariño es que me duele Argentina. Porque está hace años enferma y no sabe lo que tiene. Lleva años de deterioro sin prisa, pero sin pausa. No es una enfermedad mortal, es una enfermedad lenta que la carcome por dentro. Están tan cerca del problema que no lo ven. Se llama Estado megalómano. Ese que es capturado por el oportunista, el poderoso o el idealista y que solo sabe de gasto y crecimiento. Ese Estado que quiere hacerlo todo y hace poco y nada. Ese Estado que jamás ahorra y se financia a manotazos. Con inflación les roba a todos; sin pagar la deuda externa les afana a los jubilados italianos; congelando tarifas les expropia a los inversionistas extranjeros; estatizando las AFJP les quita su ahorro a los cotizantes, etc... Todo para seguir financiando la fiesta de la demagogia y el clientelismo de la mala política.
Porque he visto de cerca lo que malas políticas públicas le hacen a un país rico, me preocupa lo que malas políticas le pueden hacer a un país pobre. Es una película que ya vimos en Chile, incluso promovida por la Cepal de Prebisch que ahora también apoya la reforma tributaria. Esa película termina en pobreza y pérdida de libertad. Por eso la política no debe dejarse en manos de las barras bravas, de los demagogos y los intolerantes, esos que de a poco destruyen el fútbol y la política.
Mi padre está enterrado en Argentina. En su funeral, como homenaje, le cambiamos las canciones de misa por Piero y "Mi querido Viejo". Antes de morir reflexionaba que cuando era chico Argentina estaba más cerca del cielo que nosotros. "Ahora", me decía, "Chile está más cerca". No permitamos que la mala política nos aleje de él.