La fortuna me lleva por los pueblos de Flandes, región de antigua tradición marítima y mercantil con que hizo enorme fortuna a lo largo de siglos, a medio camino entre los puertos del Mar del Norte y la Europa del Sur. Desde temprano en la Edad Media las ciudades flamencas acercaron el mar hacia sí, mediante una red de canales y esclusas que existe y se ocupa hasta hoy. Es así como Brujas, Gantes y Amberes contienen antiguos puertos en sus centros históricos, y están surcados por una trama de encantadores canales que se superponen a sus laberínticas callejuelas medievales. Además de exuberantes en su arquitectura, son ciudades particularmente verdes gracias a su clima y a la existencia de bordes acuáticos.
En Gantes existen numerosas universidades y la ciudad está repleta de estudiantes que circulan raudos en bicicleta, una de paseo apta para los pavimentos de piedra, y que por las noches se estacionan por centenares en los rincones de la ciudad. Es una juventud bella, espigada, incluso elegante, quizás por el buen tono que da vivir sobre una bicicleta, pero tal vez también por estar rodeada de tanta belleza y perfección material, de sorprendentes perspectivas, impecables pavimentos y mobiliario público, de tantos edificios perfectamente restaurados y mantenidos, pero no como piezas de museo, sino como parte intrínseca de la vida cotidiana, de la historia colectiva y personal, de la identidad nacional. Converso con estudiantes y profesores: “Gantes es una ciudad donde la vida está resuelta”, me dice un arquitecto. Me voy con la sensación de que la civilización es una condición emocional que se hereda.
La noche antes de dejar el país atravieso la bellísima Gran Plaza de Bruselas. En ella se sitúan magníficos edificios construidos desde el siglo 14, incluido el imponente ayuntamiento, sedes de antiguos gremios, elegantes residencias y casas comerciales. Es un lugar mágico, sin vehículos, adoquinado de punta a cabo como toda la ciudad, con sus inmuebles bien restaurados e iluminados para resaltar la riqueza de sus fachadas góticas y barrocas, repletas de vericuetos y ornamentos policromos o dorados a la hoja, y para reflejarse en las ventanas. En el medioevo septentrional, el sol era un bien preciado y el vidrio un lujo, de manera que en esta región de grandes riquezas, a más grande la fortuna, más grandes las ventanas.
Entro en este rutilante espacio caminando a media noche. Es entrar en un inmenso y palaciego salón al aire libre, enmarcado por una sublime cortina de arquitectura, historia y luz de ensueño que hace gozar los sentidos. Está repleto de gente deambulando en todas direcciones, con pequeños grupos sentados sobre el pavimento, conversando, riendo, cantando. Cierro los ojos un instante, de pie en el centro de la plaza, y escucho. En el silencio de la ciudad, las voces, risas y cantos resuenan como un rumor perpetuo, feliz e inmemorial, que hace eco en las viejas fachadas de piedra. Pienso que otros antes que yo también cerraron sus ojos en el centro de esta plaza una tibia noche de primavera, siglos y siglos atrás, para sentir el mismo arrullo de la juventud alegre, serena, acogida por el esplendor del espacio público, tesoro vivo de un pueblo. Me siento digno otra vez. Me corre una lágrima.