Hay que mejorar la calidad, hay que preocuparse más de la calidad del transporte, de la salud, de la política, de los impuestos, pero sobre todo de la educación. Calidad ante todo, sobre todo, calidad. La discusión se llena muy luego de cifras y siglas que prueban una vez más que se está hablando de lo único que los técnicos pueden a ciencia cierta verificar: la cantidad. Para los economistas la confusión de ambos términos es más o menos inevitable. En el mercado la calidad suele transformarse en cantidad y viceversa. Un buen producto vale generalmente más que uno malo; un producto malo, pero popular, puede terminar por adquirir con los años un aura de calidad. El estudio de esa metamorfosis es el centro de la ciencia económica.
En literatura (y lo mismo en educación), una obra maestra no se vende más cara que un best seller , y un best seller no se convierte en una obra maestra por el solo hecho de vender mucho. En algún momento de su azarosa vida, El Quijote pasó de ser un gran chiste a un clásico, y de un clásico a un barómetro de calidad. Esta metamorfosis ocurrió un siglo después de la publicación del libro, en Inglaterra y en Francia. Una serie de críticos leyeron otro libro completamente distinto al que Cervantes escribió. Los críticos no hubiesen tenido éxito en inventar un nuevo Quijote si los lectores no hubiesen obligado a reimprimir el libro lo suficiente para que llegara a sus manos. Stendhal, al revés, desapareció del mapa por cincuenta años hasta que por azar un grupo de lectores que también eran escritores lo convirtieron en su santo y seña. No fue sin embargo más que un capricho para un puñado de gente feliz, hasta que la masa de los lectores aceptó la recomendación de los críticos y lo convirtió en un clásico.
Un libro popular que se convierte en culto, un libro de culto que se convierte en popular; en ambos casos, la calidad no es un ente abstracto, algo inmanente al libro, sino el resultado de un pacto lento y progresivo entre la élite intelectual y los lectores. Leemos, al leer El Quijote o Rojo y Negro , ese pacto que desfigura el libro, pero también lo llena de otros sentidos inesperados que van cambiando todo el tiempo. Un clásico es así, al revés de lo que solemos creer, un libro que no se termina nunca de escribir, que está en perpetuo estado de gracia y de emergencia y de sitio. Es una propuesta para un posible pacto. En la ecuación de la lectura, la calidad es una X que convenimos en llamar Cervantes o Stendhal, sabiendo que estos nombres son solo aproximación de una perfección que no podemos mirar a los ojos. No sabemos si son realmente los mejores autores de ese tiempo, solo sabemos que son los únicos en que pudimos ponernos de acuerdo.
Ese acuerdo entre críticos y lectores es eminentemente político. Cada generación lo renueva y lo cancela según todo tipo de leyes impredecibles que tienen que ver con el clima, el flujo de la moneda, las revoluciones y contrarrevoluciones, y por cierto también el mercado. Es eso lo que hace peligroso el arte, la sensación vertiginosa de que ahí todo está siempre en discusión, que ni los especialistas ni las encuestas tienen nunca la última palabra, porque no hay nunca una última palabra.
La calidad fue hasta hace poco en Chile como en el mundo, privada, limpia, ligera, cocainómana, norteamericana. Antes fue francesa, pública, gruesa, vinosa. Ahora es una especie de híbrido de ambos mundos, un limbo que a ratos más bien parece un pantano. Asustados por la falta de referencias, buscamos tests, especialistas, siglas que nos certifiquen la calidad. A nadie se le ocurre recurrir a los únicos indiscutibles especialistas en calidad: los artistas, que viven crucificados entre la popularidad y el prestigio.
En el desprecio que la Nueva Mayoría y las viejas minorías sienten por los artistas y los intelectuales, se encuentra quizás la razón de la confusión en que se hunde una y otra vez el debate público, y de modo aún más patético el debate privado. No sabemos con qué palabras calificar y clasificar lo que nos pasa. Tarde comprendemos que las metáforas son también una forma de entendernos mejor, que los mitos son una manera de explicar lo inexplicable, y que casi todo lo que aprendimos lo aprendimos de los cuentos de hadas. Un debate sobre educación que olvida que la educación es parte de la cultura (y no al revés), se convierte en lo que demasiado a menudo se convierten los debates en Chile, una eterna exposición de gráficos y eslóganes con que nos gusta adormecernos, para ver si dormidos pasan los cambios sin cambiar nada al final.