Si en 1971 o 1974 alguien hubiese anunciado que en 2014 el presidente del Partido Comunista y un diputado de derecha iban a proponer que se erigiera un monumento a Gladys Marín, la gente se habría reído. Si el anuncio hubiera incluido el hecho de que esa iniciativa iba a ser aprobada por la unanimidad de los diputados, todo el mundo habría pensado que ese individuo estaba loco.
Esta semana, como la cosa más natural del mundo, se aprobó en la Cámara el monumento a la Gladys y nadie pensó que nuestros diputados pudieran estar dementes. Más bien dieron una muestra de que, en medio de la crispación de las últimas semanas, todavía quedan en Chile sentido patrio y altura de miras.
A pesar de lo que parezca por los debates actuales, no todo en la vida está teñido por el conflicto político. Hay cosas que están más allá de nuestras desavenencias, y una de ellas es el reconocimiento a un adversario noble que ya está muerto.
Cuando incluso los diputados de la Alianza están de acuerdo con erigir un monumento a la Gladys, están reconociendo que un oponente puede inspirar respeto. Y cuando ese sentimiento alcanza un nivel excepcional, es legítimo que se exprese en el espacio público.
Estos reconocimientos son muy interesantes, porque en los últimos años algunos han defendido la idea de que el espacio público debía ser una suerte de terreno aséptico y neutral, que no debía reflejar ninguna preferencia particular. "¿Cómo es posible, dijeron ciertas figuras públicas, que para la Navidad aparezca un pesebre en La Moneda, si no todos los chilenos somos cristianos? Si usted quiere un pesebre, póngalo en su casa".
Los diputados Teillier y Hasbún nos proponen exactamente lo contrario. Y el resto de los parlamentarios está de acuerdo. Vamos a poner un monumento a la figura más emblemática del comunismo chileno, a pesar de que los comunistas sean solo una pequeña minoría del electorado. Lo haremos no en el jardín de la casa de Teillier, sino a vista de todos.
La decisión de la Cámara tiene un doble fundamento: político y antropológico. Desde el punto de vista político, cuando honramos a Gladys Marín estamos reconociendo a un número significativo de chilenos que piensan como ella. Ponemos ante sus ojos una figura que muestra cómo se puede ser buen chileno siendo comunista (¿alguien puede negar que la Gladys quería a su país como pocos?) No pretendemos borrarlos del mapa ni de la memoria, y por eso aceptamos que también ellos tengan un lugar en el espacio público, es decir, en la parte de nuestra tierra que es común a todos.
Por otro lado, el monumento nos enseña otra cosa, vinculada a nuestra propia constitución como seres humanos. Estemos o no de acuerdo con sus ideas, Gladys Marín ha pasado a ser una parte de nosotros mismos. Ella y los suyos han marcado nuestras vidas. Su cáncer es el nuestro. Sus penas y alegrías también nos pertenecen, al menos en el sentido negativo: hemos llorado cuando ellos reían, y al revés.
Además, el tiempo nos permite ver las cosas con más perspectiva, y hoy hacemos nuestras ciertas cosas que antes mirábamos con distancia. Cuando los Quilapayún estrenaron en 1970 su "Cantata de Santa María de Iquique", pensaban que, con ese relato histórico, estaban realizando un acto de combate contra la derecha. Hoy, muchas décadas después, sería difícil encontrar algún chileno que no haga propia esa obra de arte, y que no reconozca la legitimidad del clamor de la izquierda ante la situación del Norte chileno en el primer tercio del siglo XX. Lo que nació como un acto partidista llegó a ser un bien universal.
Es bueno que exista un monumento a Gladys Marín, como también corresponde que se levanten estatuas a Jorge Alessandri o Eduardo Frei y muchos otros. También corresponde que se pongan nacimientos en torno al 25 de diciembre, o que exista una calle Salvador Allende. En efecto, el hecho de que muchos pensemos que el suyo fue un mal gobierno, no excluye que sintamos respeto por los buenos ciudadanos chilenos que se identifican con él. El espacio público es de todos y es importante que todos puedan sentirse reconocidos en él.
Y si alguien no se siente representado por el monumento al León Alessandri, ni por el de Radomiro Tomic, don Pedro Aguirre Cerda, Manuel Rodríguez, Gladys Marín o el Roto chileno, siempre le quedará el pilucho que está frente al Estadio Nacional para sentir que, de alguna manera, todos somos objeto del reconocimiento popular.