Lo que produce malestar no es que las autoridades no sepan qué hacer, ni que las cosas no se hagan: es la sensación de que sistemáticamente se hacen mal o a medias. Así lo advertía el Informe del PNUD sobre Desarrollo Humano en Chile de 2009. Los motivos -añadía- son siempre los mismos: que los expertos erraron en sus cálculos, que no se tomó en cuenta el comportamiento de los usuarios, o que no se previó la resistencia de los actores sociales concernidos. El informe concluía con un llamado a prestar menos atención a las normas y a las instituciones, y más a las "prácticas"; menos a las teorías y "modelos de desarrollo", y más a "la manera de hacer las cosas".
Las prácticas no son inmutables, dice el informe, confirmando así que el PNUD está lejos de una posición conservadora. Ellas pueden ser cambiadas, y en el caso de Chile, es aquí donde está la clave del desarrollo. Pero no se pueden cambiar si no se comprenden; y no se comprenden si uno no se acerca a ellas con delicadeza, y hasta cierto punto con cariño.
Las prácticas no son baladíes. No son simples reflejos de los "intereses de clase", ni meras expresiones de una "falsa conciencia". El siglo XX probó que esta visión es la que pavimenta el camino para que una élite iluminada se sienta con el derecho a imponer su propia manera de hacer las cosas, pasando por sobre las creencias, memorias, hábitos y conocimientos de los pueblos. Tal pretensión estuvo en el origen del totalitarismo, y desembocó en fracasos colosales. Quedó una lección: que las prácticas no pueden ser obviadas ni transformadas al antojo de los grupos dirigentes. Ellas se resisten, se desplazan, se camuflan, y cuando ya se creían desaparecidas, vuelven a surgir, igual como lo hacen los recuerdos y los deseos. En pocas palabras, son duras de torcer y de matar.
¿Cómo cambiar las prácticas y cómo promover nuevas? El Informe del PNUD advierte que son procesos largos, que suponen negociaciones con múltiples actores basadas en el principio de que todos aceptan la legitimidad de las experiencias y demandas de los otros. Procesos que desembocan en arreglos que todos los involucrados estiman aceptables, aun si implican subordinar beneficios inmediatos en aras de un proyecto de largo aliento. Para arribar a este resultado se requieren algunas competencias, agrega el informe: entre ellas, talento para fabricar relatos que integren la tensión entre la temporalidad corta y las ventajas de largo plazo; serenidad para avanzar gradualmente, posibilitando la reflexividad, la retroalimentación y el aprendizaje; y diplomacia para crear confianzas, canalizar conflictos e idear compromisos aceptables para todos. Las dicotomías del tipo todo-nada, o salvación-catástrofe, tan útiles para desatar revoluciones, en este caso son fatales. Para transformar o crear prácticas es preferible la calma y la duda del artesano que la premura y la certeza del revolucionario o del tecnócrata.
Los informes del PNUD han sido una recurrente fuente de inspiración para las corrientes que hoy están en el gobierno. Resulta disonante, por lo mismo, la distancia entre sus recomendaciones y la forma como se han presentado algunas de las reformas contenidas en su programa. Lo que se aprecia es un exagerado enamoramiento con teorías, modelos y estudios académicos, sumado a una fe incondicional en los efectos de los cambios normativos e institucionales, y, de otro lado, cierta displicencia hacia las prácticas de las personas y los dispositivos concretos en que se materializan. Los que se oponen a las reformas ocupan el mismo paradigma. El resultado es una polémica entre especialistas que se lanzan entre sí "evidencias científicas", pero que hacen caso omiso del conocimiento incrustado en la "manera de hacer las cosas" de los actores que serían beneficiados (o perjudicados) por las mentadas reformas. Huelga decirlo, pero este enfoque está muy lejos del Informe del PNUD de 2009.