Imagine que pertenece al grupo mayoritario de la población de su país, más del 51%, pero a los cargos más altos de las organizaciones es poco probable que pueda llegar. Su grupo accede al 3% de los directorios de las empresas, número parecido de cargos de gerencia general o decanatos de las universidades, y si quiere ser política, su partido la nominará si es un fenómeno político, y/o prueba que es mejor que un candidato del grupo minoritario, que tiene más del 80% de las candidaturas para sí. Si logra llegar a la papeleta de votación, el financiamiento será difícil, probablemente el distrito uno muy complejo y, además, las reuniones políticas serán a horas que la obligarán -cual malabarista- a organizar con gran tensión su vida personal y su trabajo, y en otra ciudad.
Por si fuera poco, si es vehemente para negociar, exponer sus puntos de vista o mostrar ambición, será criticada y estereotipada como conflictiva.
Es una caricatura, me dirán, pero esa es la realidad que nos ha llevado a tener un magro 15,8% de mujeres en el Congreso. Intenciones de mejorar esta situación ha habido muchas, pero sin éxito. La llamada ley de cuotas que el Gobierno ha presentado recientemente intenta solucionar en parte este problema, estableciendo un 40% como piso mínimo para candidatas mujeres, y un incentivo económico para los partidos políticos si resultan elegidas.
Sus detractores han enarbolado básicamente dos tipos de argumentos: unos desde el ámbito de la conveniencia, otros desde la convicción. En el primer caso, dicen que las cuotas no sirven o que la cifra planteada es excesiva. Desde el segundo aspecto, afirman que son un sistema injusto, antimeritocrático, que le quita legitimidad y dignidad a la elección de las mujeres.
Pero ambos tipos de argumentos resultan -aunque atendibles- erróneos. Aquellos países que las han utilizado, con variaciones, han logrado un aumento relevante de mujeres en cargos de elección popular, pues una vez que llegan a ser candidatas, tienen más alta elegibilidad que los hombres. La barrera son los partidos, sus directivas, que a pesar de la ventaja competitiva de las candidatas, las nominan en proporción injustificadamente menor a sus colegas hombres.
Y desde la lógica de la convicción, ¿cómo va a ser antimeritocrático ayudar a eliminar barreras que impiden que un grupo mayoritario se exprese de modo más justo en las decisiones políticas de su país? Las cuotas o las medidas de acción afirmativa -en especial en este caso, que son transitorias, solo por cuatro elecciones- son medios y no fines. No son deseables, pero sí son útiles para que las mujeres, en este caso, sean incluidas en la toma de decisiones, sin que barreras políticas, sociales o culturales se lo impidan.
Paula Escobar Chavarría