La Presidenta declaró esta semana su disposición al diálogo, pero al mismo tiempo su temor de que él fuera motivo de obstáculo o demora para lo que la mayoría demanda.
¿Son razonables los temores de la Presidenta?
Para saberlo hay que examinar las funciones que cumple el diálogo en una sociedad democrática. Esas funciones son de tres tipos: morales, epistémicas y constructivas.
Las morales derivan del hecho de que quien dialoga reconoce en su interlocutor una condición de igualdad, y al intercambiar razones con él, renuncia a la coacción y a la amenaza. La situación de diálogo es, así, una de las más humanas que se puedan concebir. Los dialogantes reconocen, por el solo hecho de ponerse a dialogar, que tienen un mundo en común al que pueden apelar para convencerse mutuamente. Ese mundo en común puede ser físico (la realidad circundante) o moral (los principios que subyacen a la comunidad de la que ambos forman parte). Dialogar es ejercitar una de las convicciones que subyacen a la democracia, la de que sus partícipes son iguales y todos poseen la misma capacidad de discernimiento.
Dialogar no equivale, entonces, como teme la Presidenta, a postergar, demorar u obstaculizar una decisión.
Pero el diálogo no solo posee esa cualidad moral. También posee, a veces, cualidades epistémicas.
Las cualidades epistémicas del diálogo provienen del hecho de que los seres humanos (con la excepción, sin duda, del ministro Alberto Arenas) cuentan con puntos de vista inevitablemente parciales respecto del mundo. Cada ser humano equivale a una perspectiva, y ninguno a una totalidad. El diálogo, entonces, al agregar puntos de vista y confrontarlos, ayuda a minimizar los errores y, allí donde exista, a encontrar la verdad. El diálogo corrige la falibilidad humana, permite, incluso a retazos, completar el cuadro definitivo; ayuda, en fin, a evitar el prejuicio.
Esta segunda dimensión del diálogo, no cabe duda, podría ayudar a la Nueva Mayoría a minimizar los errores en los que, sin diálogo, podría incurrir.
Con todo, quizá el aspecto más importante del diálogo consista en su función constructiva.
¿En qué consiste, cabría preguntarse, esa función del diálogo democrático?
Lo que ocurre es que hay un amplio aspecto de la condición humana que no está anclado a ninguna realidad que podamos poner, sin más, ante los ojos. El sentido de la vida humana; la fisonomía de lo que se considerará sagrado y lo que se considerará simplemente sacro; las proporciones de una distribución justa, son ejemplos de importantes áreas de la vida en común que no pueden ser resueltas apelando a una realidad independiente que todos tengamos, en las condiciones modernas, por incontestable y por definitiva. Sin embargo, las sociedades no pueden existir sin adelantar algún tipo de respuesta a esas preguntas. ¿Cómo lo hacen, entonces, para determinar qué es sacro y qué no, qué es justo y qué injusto? Lo hacen mediante el diálogo. Pero en este caso el diálogo no tiene por objeto descubrir una realidad que no se veía o completar un relato que, entregado a cada uno, es siempre parcial, sino que tiene por objeto construir ciertos principios que permitan resolver esos dilemas y en los que todos puedan reconocerse. El diálogo en este caso no es un preámbulo de la decisión, sino que sin él no hay decisión razonable posible.
¿En qué ámbitos la Nueva Mayoría debería esforzarse por un diálogo de esa índole?
Los ámbitos relativos a la moralidad de ciertos actos -el más relevante de todos, el aborto- exigen un diálogo de esta última clase.
Al llevar adelante ese diálogo, no se trata de simplemente ejecutar un acto que en sí mismo posee valor moral (en la medida en que, como se vio, quien dialoga reconoce en el otro una condición de igual); tampoco se trata de completar la visión que cada uno tiene del mundo o de la realidad (como si el diálogo fuera solo un método para evitar el error), sino que se trata de dialogar para construir un mundo en común, discerniendo los principios que orientarán las acciones comunes y en los que todos serán capaces de reconocerse. Como es fácil advertir, en este caso el diálogo es inevitablemente moroso y la mayoría no debe dejarse tentar sin más por los números.
La mayoría en una democracia está siempre presa de una paradoja: no necesita el diálogo para imponerse, puesto que los números le sobran; pero necesita del diálogo para construir el mundo en común sin el cual no hay propiamente democracia.