En 1963 el antropólogo cultural Edward T. Hall publicaba su teoría de la proxémica, para explicar cómo la distancia entre los cuerpos afectaba al sujeto. Así, se definía que a 1,20 m de distancia, el otro ya estaba en nuestro espacio personal, y si se acercaba a 45 cm, ya ingresaba a la esfera de la intimidad. Siguiendo esa lógica, los 6 pasajeros con los que se comparte el metro cuadrado en la hora
peak del Metro son un ultraje corporal.
Más de dos millones de cuerpos pujan cada día por sus centímetros cuadrados de vagón. Pero los que se someten a la experiencia vejatoria de aplastar y ser aplastados vienen huyendo de algo peor: en la superficie y a la hora punta, los buses pasan atiborrados y no se detienen a tomar más pasajeros. La espera puede superar los 40 minutos hasta que se produzca el milagro: la parusía de un chofer angelical que se detiene, abre todas las puertas del bus para que todos suban en masa. Por supuesto, en ese forcejeo nadie tiene cómo validar su pasaje. Así, apretados y sacudidos como bestias que van al matadero, parte de los santiaguinos inician su día arriba de la micro.
Lewis Mumford, en La Cultura de las Ciudades (1938), escribía acerca de cómo la ciudad industrial del siglo XIX había perdido su variedad cromática, griseada con el hollín y difuminada por el smog. En consecuencia, los habitantes perdían la noción estética, anestesiados por su entorno homogéneamente horrible. Creo que someternos diariamente al impúdico tironear de cuerpos en el transporte público también nos anestesia. Para superar el momento denigrante, ponemos en suspenso la noción del cuerpo del otro y la del propio. Tratamos de no pensar qué tocamos y qué nos toca. Así, vamos perdiendo la noción de solidaridad y la consideración del otro como un cuerpo con el que podríamos empatizar.
La anestesia o pérdida del sentido estético repercute durante la jornada. Así como poco nos importa el ser humano del lado, nos volvemos también impermeables a las agresiones del espacio. Deja de ser relevante si nuestro entorno está sucio o desordenado, incluso nuestra indumentaria se vuelve funcional a la batalla diaria. Un sistema de transporte no es solo el movimiento eficiente de una cifra abstracta; es un espacio de convivencia entre seres humanos, el primero que enfrentamos en el día. Resulta preocupante que su fricción esté corroyendo los valores de la sección más conservadora de nuestra ciudadanía: los que desesperan por llegar a cumplir con su trabajo.