Ximena (Paulina García) vive sola y planta lo que puede en su pequeño jardín y también en los envases vacíos de los yogurt que emplea como pequeños maceteros. Esta mujer no es un vegetal, pero es analfabeta y su única manera de conectarse con algo y con alguien, es mediante una joven profesora, Jackeline (Valentina Muhr), con la misión de leerle los diarios: un titular, una noticia o una bajada de foto.
"Las analfabetas" es el debut de Moisés Sepúlveda, su base es una obra teatral y sobre estos dos personajes descansa una película que prefiere enfocar y desenfocar lo que está contando. En más de una ocasión el director enfoca a uno de sus personajes -al que está en primer plano- y al otro lo difumina. Una decisión dudosa, por un asunto de números: con apenas dos actuaciones, lo lógico es aprovecharlas y no disolverlas.
Lo que hace con los lentes lo replica con una narración borrosa, esquiva y escurridiza, que alguien podría calificar de película exigente, porque sus personajes piden ser interpretados, analizados e incluso sicoanalizados.
Es demasiado pedir.
Jackeline, por ejemplo, anda por los 26 años, estudió en la universidad y se adaptó al sistema, de otra forma no se entiende que sea profesora de lenguaje y comunicación. Sin embargo se comporta como una chilena de mitad del siglo pasado, anclada en el silabario Matte y pre computación, internet y celular.
Ximena, en sus salidas, acude a la iglesia y constantemente visita los paraderos de micro y esa conducta debería significar algo y una alternativa, entre otras, es la siguiente: está sola entre la multitud y no va a ninguna parte.
Lo único evidente es que son mujeres fallidas, dañadas y ambas a su manera son analfabetas, porque están incomunicadas y emocionalmente aisladas.
La película evita las razones, escatima la información, entrega pistas aisladas y en vez de la sencilla claridad frente a los personajes y la humildad de contar el cuento, lo que prefiere son los implícitos, la retórica y la bruma.
"Las analfabetas" confía en que el espectador con sus deducciones, análisis y cavilaciones le dará sentido a una película con las pretensiones de ser el espejo de algo: del país, del estado de la educación o de la soledad humana.
Es demasiado pedir y querer.
Estos mecanismos funcionan en festivales de cine y con un público que entra gratis o saludando y es capaz de encontrarle el lado, el significado, la metáfora y el premio a cualquier película.
En el mundo duro y frío de las salas, donde el espectador paga la entrada, es otro el humor, el cantar y la exigencia. Acá la costumbre son las historias bien contadas y mejor terminadas. Así es como la gente aprendió y aprende de cine.
Esto también explica que para los chilenos del circuito, el estreno semanal de una película nacional significa fiesta, vigor industrial y espíritu creativo.
Para el resto del mundo, en cambio, tantos estrenos nacionales lo único que provocan es angustia y desazón.
Es demasiado.
Chile, 2013. Director: Moisés Sepúlveda. Con: Paulina García, Valentina Muhr. 73 minutos. T.E.