Manuel Pellegrini ganó la Premier y le sacó lustre a una corona que ya tenía desde hace rato: el mejor entrenador chileno de la historia. Muy a su pesar, por una suma de resultados que no se pueden igualar. A él, como lo dejó claro en su público festejo por el título, le gusta evaluarse más por el trabajo que por los logros, algo que no ocurre en ningún rincón del planeta.
El "Ingeniero" puso esta vez todas sus convicciones, su estilo y su dedicación en un proyecto que, a diferencia de los desarrollados en Villarreal y Málaga, disponía de generosos recursos para plasmar un plantel talentoso y generoso, que fue capaz de desarrollar su propuesta sin quedar expuesto, como en sus aventuras anteriores, a los avatares de la fortuna.
De acuerdo a la mirada de cada cual -que de eso se trata el análisis futbolero- sus méritos serán variados. Para algunos es su método, para otros su táctica (la manera de ser fiel a un estilo). No faltarán quienes elogien su mesura -que a ratos se confunde con falta de pasión- y aquellos que alaben su capacidad de adaptación a medios e idiosincrasias tan diversas. Para mí lo más impresionante de Pellegrini es su tenacidad: fue capaz de llegar donde nadie más en nuestro país pudo aspirar con un insobornable afán, que lo obligó a postergar su familia y sus raíces en pos de la meta que se había planteado desde que decidió especializarse como técnico.
Calculador, el "Ingeniero" señala no tener cuentas a saldar en un futuro inmediato porque el presente lo coloca donde cualquiera de sus pares quisiera estar: en una institución con aspiraciones ilimitadas y una chequera increíblemente generosa. Y sus frustraciones en Chile -incluido su opaco paso por las selecciones menores- es visto como un período de aprendizaje, que se suma más a la incomprensión del medio que a falencias propias: una actitud que le sirvió para cerrar siempre capítulos ingratos sin evidentes cicatrices dolorosas, como la del Real Madrid.
Es Pellegrini una excepción notable. No somos un país exportador de técnicos ni de estilos. No tenemos grandes escuelas, ni maestros generosos en la docencia. Así como hoy hay una diáspora de jugadores talentosos que han conquistado sin traumas a varias de las instituciones más poderosas del orbe, no podríamos situarlos en un trabajo específico de formación porque la gran mayoría se hizo a sí mismo, desde la ambición de la pobreza o la sed del triunfo autoestimulada, como lo delatan las numerosas biografías que hemos leído.
Pellegrini no es fruto de nuestro medio ni representa a nuestro fútbol. Por varias razones. Primero, porque acá trabajó igual que siempre, pero no cosechó éxitos. Segundo, porque su propia mirada nos sitúa en una realidad pobre y lejana. Y tercero, porque más allá de la declarada intención de tomar a la Roja algún día o comprar un club para aplicar su receta, es una estación a la que -como cualquier triunfador universal que surge desde la periferia- querrá evitar volver.
Lo que no quita que, en su momento más grande, todos lo veamos como una encarnación de todos nuestros anhelos.