Los reclamos por el video en que el Gobierno promociona la reforma tributaria es de las cosas más ridículas, tontas y exageradas del último tiempo. Se ha dicho que atiza el odio, estimula la lucha de clases e impide los acuerdos.
Un inflamado Andrés Santa Cruz llegó incluso a decir que era ¡injurioso! Se sumó Ignacio Walker reclamando ¡más cuidado en las formas!
Y así.
Es difícil entender a qué se debe tanto escándalo.
En síntesis, el video sostiene que la reforma beneficiará, y no perjudicará a la clase media; que un empresario suele pagar proporcionalmente menos impuestos que su secretaria; que la reforma disminuirá la desigualdad, y que quienes se oponen a ella son "los poderosos de siempre".
Es difícil ver en qué parte de ese puñado de gruesas verdades está el motivo del escándalo: la injuria, el combustible destinado a prender la lucha de clases, el tono que riñe con la democracia, las palabras que obstaculizan cualquier acuerdo.
¿Estará quizá en la frase que alude a los "poderosos de siempre"? Pero ¿acaso no hay poderosos en Chile y no han sido más o menos los mismos casi por generaciones? ¿O Chile, por un azar que los chilenos debieran agradecer, derogó las leyes de la concentración del poder y de la riqueza y, de pronto, transformó a quienes los poseen en franciscanos preocupados no de acumular sino de repartir?
En Chile hay poderosos; en lo grueso, son los mismos de siempre; y, por una inercia hasta ahora no desmentida (Bourdieu la llama conatus ) se resisten a dejar de serlo, y, si se les deja a sus anchas, no hay duda de que tenderán a acumular cada vez más poder. En recordar esas verdades sencillas no hay injuria alguna, ni falta de modales, ni estímulo a la lucha de clases ni ninguna de esas tonterías que por estos días se han repetido como consecuencia de un raro adelgazamiento de la piel de todos quienes participan hoy del debate público.
Hasta tal punto no hay nada de injurioso ni de falso en la frase acerca de los "poderosos de siempre", que la evidencia que se recoge en un libro reciente (que ha merecido los elogios de Paul Krugman, quien no será empresario pero es Nobel de Economía) no hace sino confirmarla.
En Capital in the Twenty First Century (Harvard University Press, 2014), T. Piketty, un profesor francés que recupera la vieja tradición de la economía política, explora, echando mano a los registros impositivos y la técnica estadística, cómo se ha comportado la riqueza los últimos dos siglos en las principales economías del mundo. ¿Qué fue lo que el profesor Piketty encontró? Nada muy sorprendente, salvo por la abrumadora montaña de datos que apoyan su descubrimiento. Descubrió que como la tasa de retorno del capital era superior al crecimiento, la riqueza tendía a concentrarse en un pequeño grupo que se reproducía a sí mismo (The Top 1 Percent in International and Historical Perspective, Journal of Economic Perspectives -Volume 27, Number 3- Summer 2013). La tesis de Kusnetz y Solow según la cual el crecimiento acabaría haciendo declinar la desigualdad (el famoso chorreo que se ha divulgado por acá) era, pues, errónea. Una engañifa. Salvo que se establezcan impuestos al capital y a la herencia, dice Piketty, los más ricos seguirán clonándose, repitiéndose a sí mismos una y otra vez. Y "el pasado seguirá determinando el futuro".
Es decir, los poderosos seguirían siendo los de siempre.
El problema no es solo de distribución sino de sobrevivencia del propio capitalismo. El capitalismo funciona acompañado de democracia; pero la dinámica de concentración de la riqueza que Piketty constata socava a esta última. Es la paradoja del capitalismo. Ninguna otra forma social crea más riqueza; pero al crearla socava las bases que la hacen posible salvo que la política, con medidas impositivas firmes, detenga el proceso y salve al capitalismo de los capitalistas.
O, si se prefiere, salve al capitalismo de los poderosos de siempre.
Es difícil entonces entender la molestia de los empresarios y de la derecha (y de quienes, deseosos de acercárseles, se les han sumado) por ese video que no hace más que repetir verdades gruesas.
La única explicación es que los poderosos de siempre estuvieron demasiado tiempo arrullados por la falta de debate al extremo que un simple video -fundado en ríos de tinta- les parece injuria y les erosiona una piel que a ellos, ordinariamente tan rudos y tan desdeñosos, se les ha puesto repentinamente delicada.