"Juan Pablo II era buena persona, una figura de importancia mundial, pero no debería ser canonizado, porque protegió al padre Maciel", decía una empresaria hace unos días, haciéndose eco de una opinión que comparte un buen número de personas.
Discrepo. Si en verdad Juan Pablo II encubrió a un criminal, entonces no puede ser una buena persona. Más que canonizado, debería ser enviado a la zona más tenebrosa del infierno del Dante.
Afortunadamente no es así, y el desconcierto de esas personas puede explicarse por dos tipos de malentendidos. En primer lugar, de carácter histórico. Pensemos un momento: ¿En qué situación se hallaba Juan Pablo II cuando comenzó la investigación sobre Maciel? Él había vivido la terrible experiencia del nazismo y el comunismo, y conocía perfectamente que ambos totalitarismos habían empleado muchas veces las denuncias falsas contra sacerdotes como medio de desprestigiar a la Iglesia.
El Papa sabía que también en Occidente había precedentes semejantes. El más famoso fue la acusación contra el cardenal de Chicago, Joseph Bernardin, en 1983, que terminó con el acusador confesando que se trataba de un falso cargo. Muchos santos han sufrido imputaciones infundadas, que al final se han aclarado. La perversa astucia de Maciel supo encuadrar su caso en este contexto, como cuando en una carta a la Santa Sede juraba que los cargos eran falsos y decía que renunciaba a defenderse, pues dejaba todo "en las manos de Dios". ¡Ni san Francisco habría hecho acto de tamaña virtud!
Por otra parte, si uno aplicaba el principio "por sus frutos los conoceréis", la verdad es que había un sinnúmero de hechos que hablaban a favor de Maciel y movían a descartar lo que al principio eran solo rumores. Así, en una época donde las vocaciones sacerdotales escaseaban, los legionarios exhibían una sorprendente vitalidad.
Para colmo, Maciel hacía generosos donativos que sagazmente destinaba no a enriquecer a las personas de la Curia, lo que habría revelado su talante, sino a apoyar las obras solidarias que ellos impulsaban. De esta manera, se ganaba su benevolencia y aseguraba que los documentos comprometedores fueran considerados calumniosos y jamás llegaran al escritorio papal.
El tema de la pedofilia jamás dejó indiferente al Papa polaco. De hecho, en 2001 realizó unas reformas que fueron el inicio de la política de mano dura que después intensificaron Benedicto XVI y Francisco. También fue implacable con el arzobispo de Poznan, protegido por mandos medios vaticanos, cuando la médico y escritora Wanda Poltawska pudo entregarle en 2001 documentos desconocidos por el Papa, que implicaban al prelado en abusos.
A pesar de todo, Juan Pablo II no logró acertar en el caso Maciel. El clérigo mexicano logró engañar durante largos años no solo a su entorno inmediato, sino también al Papa: ellos también fueron sus víctimas. ¿Qué significa esto? Una cosa bastante obvia: la santidad no impide que a uno le cuenten cuentos. Algunos lo idealizaron tanto que, ante este fallo, hoy lo ven como un criminal.
El segundo malentendido es más profundo y supone una falsa comprensión de lo que es un santo. Para muchos (algunos agnósticos incluidos) la santidad transforma a un ser humano en una especie de superhéroe, alguien que goza de toda suerte de poderes especiales, que le permiten hasta leer el pensamiento de la gente, un individuo que camina por la calle y puede ver los ángeles o demonios que acompañan a cada peatón.
La Iglesia, en cambio, tiene una visión más modesta. Para canonizar a alguien se pregunta: "¿Quiso a Dios con locura? ¿Amó a los demás hombres, incluidos sus enemigos, en una medida muy superior a la de esas personas que llamamos "buenas"? ¿Perdonó de inmediato a sus enemigos, por ejemplo, a los que atentaron contra su vida? ¿Dedicó su vida al servicio de los demás?". La respuesta positiva a estas preguntas explica la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II. Una canonización no asegura que el santo haya acertado siempre en sus decisiones de gobierno o que haya sido inmune al engaño. Pero el Papa Wojtyla, en palabras de Francisco, "abrió la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos a Cristo interviniendo con la fuerza de un gigante. Una fuerza que le llegaba de Dios".
Juan XXIII cambió la historia de la Iglesia contemporánea y Juan Pablo II la del mundo. Pero eso no es lo relevante, porque también Maciel y Hitler marcaron la historia, a su modo. Lo importante es el signo con que esos papas influyeron en cada uno de nosotros, el habernos mostrado que también hoy es posible seguir a Jesucristo.