No voy a pronunciarme respecto de la validez del divorcio, ni legal ni moralmente.
Solo quiero hablar de la importancia de los ritos en la vida de las personas. El divorcio es un rito que rompe un compromiso adquirido. Un compromiso que no fue de dinero ni de emprendimiento ni de proyectos mundanos. Es un compromiso inspirado en sentimientos. Y de todos los sentimientos locos que desarrollamos los seres humanos, el amor es el más loco de todos. De hecho, nadie ha podido definirlo cabalmente.
Divorciarse es romper sueños, vínculos, proyectos de vida, familia, y además es romper muchas veces con nuestra propia identidad. No íbamos a ser mujeres y hombres solos... íbamos a ser dos. Y cuando nos casamos se cumple una expectativa desarrollada y deseada por mucho tiempo, que incluye cosas de fondo como la maternidad y la paternidad. Como el sexo, la intimidad cotidiana, la unión de familias y a veces hasta de culturas. Y luego la vida misma... la guata que crece con el niño que viene, la cuna recién comprada, los primeros llantos de un niño que es de ambos, las primeras peleas y reconciliaciones. En fin, la banal pero fundacional historia de casarse y armar familia.
Separarse es la ruptura, el miedo, el dolor, el alivio. Y cuando pasa el tiempo, se discuten y se pelean las platas y los hijos. Pero no se toma el peso a la ruptura social y legal del vínculo. El Estado ha introducido instancias como la mediación para darle al divorcio cierta humanidad. Ya no son solo los abogados que tramitan papeles y los protagonistas que firman como quien realiza un trámite. Sin embargo, mujeres y hombres viven duelos inesperados cuando la autoridad decreta que lo que fue ya no es. Como la muerte, la realización de la magnitud de lo ocurrido viene lento y pega fuerte. A veces ni siquiera es consciente, a veces son los sueños y el inconsciente quienes realizan la tarea del duelo.
Sea como fuere, tomemos en serio los actos oficiales, republicanos, religiosos y legales. Tienen enorme peso en nuestras vidas. El divorcio es una ruptura y como siempre que algo se rompe, hay destrozos de los cuales hacerse cargo. Ojalá el Estado le diera la solemnidad que el acto requiere, obligara a que el ritual simbólico tuviera una relación más directa con el contenido. Tal vez el juez podría, como en ritos ancestrales, romper el acta de matrimonio y obligar a los exesposos a quemarlos. O podría hacerlos decir una y otra vez, ojalá en primera persona: "Estoy seguro/a de querer dejar de ser tu esposo/a (o cónyuge). No tengo duda alguna".
Tomemos en serio las pérdi das, buenas o malas. Afectan la identidad. Importan.