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Cartas
Domingo 20 de abril de 2014
Reforma tributaria y ventaja competitiva
Chile alcanzó en 2013 un ingreso per cápita de casi US$ 19 mil, y está intentando cruzar la puerta del desarrollo económico. Haber llegado ahí, empero, en una región tan compleja como Latinoamérica, es sin duda un logro de todos los gobiernos que hemos tenido hasta hoy. El destacable valor creado durante tantos años reflejó un desempeño económico superior a los países vecinos, conducido por las ventajas relativas que logró y que lo hizo ser percibido como único en la región. ¿Y cuál fue precisamente la propuesta de valor que ofrecimos? Pues aunque suene simple, no fue más que la estabilidad de las políticas económicas y tributarias pro inversión que imperaron en Chile por largos años y que generaron gran confianza en los inversionistas, permitiendo desarrollar un mercado de capitales con un nivel de profundidad nunca visto en América Latina.
La dotación de recursos con que contábamos era muy inferior a aquella que tenían Argentina, Brasil, Perú o Colombia, por nombrar países de la región. Sin embargo, se lograron generar rentas económicas muchísimo más altas que cualquier otro, producto de que Chile supo sacarles una ventaja relativa extraordinariamente superior. En efecto, Chile -en forma pronunciada- se diferenció del resto, pues sus reglas fueron claras, creíbles y estables; había poca discrecionalidad y prácticamente nada de corrupción; desarrolló mejores políticas microeconómicas, como franquicias tributarias que incentivaban el ahorro y la inversión, además de velar por la estabilidad macroeconómica. Por todo esto, llegaron grandes capitales que generaron crecimiento y empleo. Chile, sin duda, logró ser percibido como un país más semejante a los países desarrollados que a cualquiera de sus vecinos.
Para aquellos que sostienen que ese crecimiento fue solo para una élite, basta mirar cómo disminuyó la tasa de pobreza y cómo subieron las remuneraciones. De acuerdo a cifras del Banco Mundial (tendencia de la pobreza medida con estándares internacionales), las personas en Chile viviendo con US$ 4 diarios o menos (corregidos por paridad de poder de compra) cayeron desde 5,5 millones en 1990 a 2 millones en 2009 (64%), mientras que en Brasil, por ejemplo, la diferencia fue de una caída de 35%. En Colombia, por citar otro ejemplo, la pobreza subió en más de 36% en el mismo período. Por otro lado, el índice general de remuneraciones en Chile mostró (según cifras publicadas por el INE) un incremento real del 56% entre 1993 y 2009.
Pese a todos estos avances, estamos como país ad portas de anular nuestra gran ventaja competitiva, que ha conducido a los logros descritos. La reforma tributaria anunciada elimina los principales incentivos a la inversión y al ahorro. Peor aún, genera incertidumbre respecto de la futura estabilidad de políticas económicas del país, quedándonos claramente sin una ventaja competitiva respecto de nuestros países vecinos. Si a esto le sumamos el mayor costo de la energía en Chile y los crecientes costos de explotación de nuestro principal recurso, respecto de Perú, por ejemplo, el panorama es aún más gris: ¿qué ofreceremos mejor que el resto para atraer la inversión?
En la región competimos con países que han implementado medidas similares a las vistas en Chile hace 20 o 30 años. Ellos, además, poseen una dotación de recursos naturales y hasta poblacionales muy superiores. No hay duda de que esto mermará el crecimiento y el empleo. Entonces, la otra pregunta que uno se hace es: ¿cuál es el objetivo?
Si bien reducir la desigualdad es legítimo, y requerir para ello un sistema educacional bueno y que asegure la igualdad de oportunidades, definitivamente, la reforma tributaria propuesta no es la forma. Mejorar la calidad de vida de los más pobres y de la clase media no tiene por qué ser a costa de un menor crecimiento económico, sino que todo lo contrario. Existen vías significativamente más eficientes de nivelar la cancha en nuestro país, sin hacer que la torta deje de crecer.
Claudia Halabí Kanacri
Directora del MBA, UDP