Leí "Cien años de soledad" cuando recién fue editada, siendo muy joven. En esa edad temprana en la cual la tambaleante formación de un lector está apenas en vía de adquirir forma y energía, dar con una obra que cause admiración espontánea y entusiasta (más allá de las convenciones, prestigio o imposiciones), encontrarse con un libro que guste de una manera directa, un amor puramente carnal (porque su lectura provoca un placer y alegría prístino, puro, original, desnudo) se convertirá sin duda en el motor inagotable de una búsqueda incesante de otros especímenes semejantes a él.
En este sentido, le debo muchísimo más a Gabriel García Márquez de los que estas pocas palabras puedan expresar. Todavía puedo evocar la deslumbrante perplejidad que me produjeron la primeras líneas de "Cien años de soledad" ("Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo") seguidas de la magnífica y vital descripción de los gitanos, de Melquiades y de sus inventos. Me dio la impresión, recuerdo, de que el texto (y el lector) volaba en ritmo e imaginación y era capaz de ir de asombro en asombro como si los ojos que hablaban desde esas páginas prodigiosas fuesen los ojos de un niño conocido, curioso y familiar.
Aunque no la llamé así desde luego, su prosa fulguraba con un brillo, frescura y color que parecían venirle al autor de un conocimiento secreto, del cual ni los otros escritores ni el lector estaban al tanto, un truco oculto gigante, pero cuya existencia era patente y atractiva. Las relecturas, los ensayos sobre sus obras, los comentarios y entrevistas, tantos que vendrían después, no han mermado la admiración y encanto de aquella primera lectura y, como era de esperar, han quedado cortos a la hora de dar con ese misterio.
Pedro Gandolfo