En "El Príncipe", Maquiavelo enseña, con la naturalidad del entomólogo ocupado en describir una simple mancha en un insecto, que "los hombres olvidan antes la muerte del padre que la pérdida del patrimonio".
Es imposible en estos días no recordar esa sentencia.
Luego que el gobierno se dispuso a subir los impuestos a las empresas y acabar con el FUT -ese agujero insondable- la derecha que parecía estar languideciente y confundida, comenzó a renacer. La imaginación, que el último tiempo le es tan escasa en ideas y planteamientos políticos, se aguzó.
La primera reacción fue paternalista. Los empresarios, declaró Andrés Santa Cruz luego de reunirse con la Presidenta, están dispuestos a contribuir a la reforma educacional:
"He manifestado a la Presidenta -dijo- la absoluta disposición de todo el empresariado a aportar con los insumos pertinentes para que la autoridad pueda tomar las mejores decisiones en materia de políticas públicas".
Las palabras de Santa Cruz parecen un acto digno de encomio: la manifestación de una voluntad generosa y dispuesta.
Pero ese es justamente el problema.
Porque Santa Cruz parece creer que cuando se pagan impuestos se están ejecutando deberes supererogatorios, actos de generosidad ejecutados por quienes tienen más hacia quienes tienen menos, de aportes voluntarios que dignifican al que los da. Como la limosna en la misa. De esa manera Santa Cruz confiesa, sin casi darse cuenta, una de las convicciones más profundas de la derecha social y económica: que el patrimonio de que dispone, las rentas de que disfruta, son enteramente suyos sin apelación, sin que pesen sobre él deberes de ninguna índole, salvo, claro, los que los propios titulares consientan en aportar.
Pero no es el caso.
Los impuestos, habría que explicar a Santa Cruz, son extracciones coercitivas de rentas no solo porque, como explica la economía, están destinados a bienes que nadie estaría voluntariamente dispuesto a financiar (porque una vez que existen los que pagan y los que no igual se aprovechan de ellos), sino porque vienen exigidos por la justicia. Santo Tomás (a quien la Iglesia Católica llama Doctor Angélico, algo plenamente justificado cuando se atiende a la notable inteligencia que revela su obra) enseña que solo el impuesto justo genera la obligación moral de pagarlo, de donde se sigue que lo único que cabe discutir es si es justo o no. Si no lo es, no hay obligación de pagarlo. Si lo es, entonces ya no es voluntario, es estrictamente debido y no requiere, como erróneamente insinúa Santa Cruz, de la voluntad del contribuyente para existir.
A esa reacción paternalista la siguió otra.
Se trata de la tesis de la perversidad.
Esta tesis consiste en afirmar que la reforma acabará causando perjuicio a quienes, a primera vista, pretende beneficiar. El alza de impuestos, se dice, tiene por objeto beneficiar a los más pobres; pero como el alza de impuesto desincentiva la inversión, acabará disminuyendo los empleos y achicando el salario. Esta tesis tiene un origen teológico y uno de los primeros que la formuló fue San Pablo: "no hago el bien que quiero, dijo, y sin embargo hago el mal que no quiero". Propagó ese argumento Herbert Spencer (quien, en el diecinueve, fue colaborador en The Economist ). Spencer, en una obra que lleva por título "Exceso de legislación", llega a afirmar que los legisladores, con su empeño en dirigir las acciones humanas, siempre acaban causando daño.
Lo raro de esa tesis es que contradice otro punto de vista que los teóricos de la derecha -allí donde los hay, claro- suelen esgrimir, a saber, que los efectos de las acciones humanas son impredecibles y no se pueden calcular, motivo por el cual la planificación central de los asuntos humanos es simplemente imposible.
La pregunta es obvia: ¿En qué quedamos? ¿Los efectos finales de la conducta humana son impredecibles por regla general salvo cuando se trata del alza de los impuestos porque en este caso se sabe que son dañinos?
No hay que perder el tiempo preguntando ese tipo de cosas.
Mejor releer a Maquiavelo: no hay manera más eficiente de estimular la imaginación y la capacidad de elaborar argumentos falaces por parte de un ser humano, que amenazar su patrimonio.