¿Qué pueden esperar las iglesias -especialmente monseñor Ezzati- de una reforma educacional de inspiración laica?
No hay razones para temer.
Y es que, desde luego, no es sensato privar de apoyos públicos a las escuelas o a las universidades por el hecho de que en ellas se promueva un punto de vista religioso. La religión es fuente de sentido para muchas personas y un Estado democrático debe respetar que algunas quieran aferrarse a ella. La razón de ese respeto no deriva del hecho de que la religión sea verdadera o el único sostén de la moral -lo primero es probablemente falso y lo segundo indudablemente erróneo-, sino del hecho de que una sociedad democrática debe aceptar las decisiones autónomas de sus miembros, conferir a los ciudadanos el derecho a esparcir el tipo de vida que juzgan valiosa.
Es decir, la autonomía -el derecho a conducir la propia vida de la manera que cada uno prefiera- también se ejerce cuando se decide adherir a una religión o iglesia.
Así entonces, hay una buena razón para permitir que la gente escoja por razones religiosos el establecimiento educacional que prefiere para sus hijos. Ello incluye escuelas y universidades católicas.
Una vez que se reconoce su derecho a existir, ¿habrá que reconocerle también su derecho a ser financiadas por el Estado?
Sí, sin ninguna duda.
Si el Estado les negara el financiamiento, estaría negando a gran parte de las personas (todos los que no pueden financiar sus propias elecciones) el derecho a la autonomía. Las familias ricas podrían educar a sus hijos con una orientación religiosa, pero los pobres no. Y aunque eso probablemente le haría bien a los más pobres, la autonomía exige que sean ellos mismos, y no un tercero, quienes lo decidan.
A primera vista entonces - prima facie , como dicen los filósofos-, ha de haber establecimientos educativos religiosamente inspirados y el Estado debe transferirles parte de las rentas generales para que funcionen.
¿Habrá sin embargo algunas condiciones que esos establecimientos, escuelas y universidades deban cumplir para acceder a ese financiamiento?
Por supuesto que sí.
La más obvia es que las escuelas no pueden revisar la vida o la trayectoria moral de los padres. Si una familia manifiesta su voluntad de que su hijo se matricule en un establecimiento de inspiración religiosa, y declara su propósito de apoyarlo en esa formación, la escuela debe admitirlo sin que pueda excluir al niño por los actos o el comportamiento de sus padres.
La otra, igualmente obvia, es que el establecimiento educativo, especialmente si es una universidad, debe respetar los derechos fundamentales, el principio de la libre investigación científica y el derecho de sus miembros a ser tratados con igual respeto y consideración.
Así, si una institución defiende creencias opuestas a los valores constitucionales (fue el caso de la Universidad Bob Jones en EE.UU., que prohibía los matrimonios interraciales de sus miembros), posee prácticas institucionales que penalizan determinados puntos de vista o formas de vida (como que impidiera acceder a la titularidad a quien argumenta a favor del aborto o se divorcia), o impide la libre investigación científica, que es uno de los más antiguos principios de la vida académica (por ejemplo, impide el acceso a fondos para realizar investigaciones porque ellas desmedran alguna creencia opinable), entonces no tiene derecho al financiamiento para sostenerse. ¿Cómo podría un Estado democrático echar mano a las rentas generales para socavar los valores sobre los que reposa su misma legitimidad?
No hay duda: para recibir financiamiento que sustente su existencia, una institución educativa religiosa debe respetar esos principios.
No basta que declare adherir a ellos. Un Estado democrático debe constatar que los cumple. Y el peso de la prueba recae sobre la institución, no sobre el Estado.
Ninguna de esas exigencias lesiona la libertad religiosa, lo que prueba que un Estado laico puede perfectamente admitirla. Y una vez verificado su cumplimiento, incluso financiarla. Y al hacerlo no está subsidiando una creencia, sino la libre elección de quienes, respetando el coto vedado de los principios de un Estado democrático, adhieren a ella.