El protagonista de esta semana han sido las frases.
Primero fue la que pronunció el senador Quintana; luego las que profirió el ministro Eyzaguirre. El primero ejemplificando con una retroexcavadora la tarea que el Gobierno tendría por delante; el segundo caricaturizando de múltiples formas los problemas de la educación. Por supuesto, y como suele ocurrir con las frases, las que ellos pronunciaron no contienen propiamente una doctrina ni un planteamiento sistemático. Por lo mismo, no vale la pena comentar su aparente contenido. Comentar una frase genérica, excepto para decir que se trata de una generalidad, es una tarea imposible: habría que imaginar todo lo que ella encubre, y ponerse en todos los casos a los que ella someramente alude, para evitar que el constructor de frases se defienda afirmando que no era eso lo que en verdad quiso decir.
Así entonces es mejor esperar a que asomen algunas ideas antes de comentar las palabras que el senador y el ministro hasta ahora han emitido.
Pero lo que sí vale la pena comentar —por la relevancia pública del asunto— es la propensión a “hacer frases” que asomó esta semana en la política chilena y de la que ellos son una muestra eximia. La tendencia a hilar palabras exagerando uno o dos rasgos de lo real y ocultando los demás. ¿Qué significado posee esa extraña compulsión? ¿Qué consecuencias podrían seguirse de ella?
Hacer frases —es decir, tejer palabras que resultan sonoras, pero que en conjunto son débiles en significado— es uno de los peores defectos de la política. Y ello es así porque quien “hace frases” está más ocupado en entretener a la ciudadanía, sorprenderla, llamar su atención, ajizar sus sensaciones o halagarla, que en pensar detenidamente sus problemas.
En pocas palabras, quien en vez de reflexionar ideas o exponer problemas “hace frases” se mueve en la superficie de la cuestión pública.
Y es que la cuestión pública tiene, por decirlo así, varias capas.
En la primera y la más superficial, existe la alegre y juvenil sencillez del diagnóstico y de la solución. Los problemas de la educación se deben solo al lucro; la virtud se esconde en las instituciones estatales; los chilenos trabajarán juntos “como un equipo” (como dijo el ministro Eyzaguirre) cuando la escuela mejore; todo tendrá un mejor rostro una vez que se socaven los cimientos del neoliberalismo (como piensa Quintana) y así.
La primera capa está, pues, hecha de frases.
Pero debajo de esa primera y sencilla capa, los problemas de veras asoman. Se descubre que a la selección por dinero (que el lucro alienta) se suma aquella que se efectúa en razón de las creencias, el desempeño o el lugar de residencia. Se cae en la cuenta que el desempeño de algunas instituciones estatales no siempre está a la altura de las virtudes que de ellas se esperan. Se advierte que la escuela no puede curar por sí misma la división en clases. Que el neoliberalismo es un nombre de fantasía para la modernización reformista que la Concertación llevó adelante.
En suma, en la segunda capa se encuentra la complejidad de los problemas.
Esas dos capas permiten distinguir dos categorías del hacedor de frases.
El primero es el ingenuo. Él no está, en verdad, preocupado de los problemas, los que no entiende del todo, sino de la superficie, ese ámbito donde es fácil ganar la adhesión o el asentimiento por la vía de despachar una frase que coincida con lo que la gente espontáneamente siente o cree sentir.
El segundo es el embaucador. Este conoce ambos niveles, solo que usa el primero para encubrir el segundo. Es el caso del socialdemócrata que lleva adelante su programa de reformas con una retórica revolucionaria; el que se aferra al mercado con una retórica anticapitalista; el que critica el sistema educativo con fervor, pero solo para mantener incólumes sus sectores fundamentales y así.
No se sabe, desde luego, qué clase de hacedor de frases, de esos dos, es el que comenzó a asomar en Chile esta semana. Si el ingenuo o el embaucador.
De lo que no cabe duda es que de ninguno puede salir algo bueno.