"Ya poh... ahora hay que puro cumplir el programa", reza un revelador cartel callejero. Desde los tiempos de la Unidad Popular que no veíamos a un gobierno asumir el poder tan presionado por las ilusiones que despertó su programa de campaña. Y el poder de la calle -tan mimada por los actuales partidos de gobierno cuando fueron opositores- se apresta a hacer valer sus deseos, con la misma energía que los empoderados consumidores exigen hoy de sus proveedores cumplir sus promesas publicitarias.
En verdad, el Programa -así, en mayúscula- no existe. En general, el documento expone un catálogo de intenciones y, a la hora de enunciar políticas, prefiere recurrir a las consignas. Las promesas más vistosas, una nueva Constitución y educación gratuita a todo nivel, presentan enormes complejidades técnicas y políticas. El Gobierno ha pospuesto la definición de qué hacer con la primera y se ha comprometido a aclarar su plan respecto de la segunda en sus primeros cien días. Probablemente, en el día 101 resulte evidente la imposibilidad de satisfacer todas las ansias ideológicas y materiales que ha levantado el tema. Las correspondientes controversias dificultarán mucho el avance del programa, aunque el Gobierno teóricamente cuente con las necesarias mayorías parlamentarias.
En cambio, la reforma tributaria -cuyo proyecto se anuncia para fin de mes- podría en principio permitirle al Gobierno mostrar en un plazo relativamente breve el cumplimiento de uno de sus objetivos programáticos clave. Elevar desde 20% a 25% la tasa de impuestos sobre las empresas (que ya subió desde 17% en el gobierno de Piñera), además de recaudar cerca de un tercio del total esperado, es técnica y políticamente fácil de implementar. El problema es que el compromiso presidencial incluye además el término del incentivo a la reinversión de utilidades -el FUT- y de varios de los regímenes especiales para las pymes. Los paliativos ofrecidos, tales como la rebaja de la tasa máxima sobre las rentas personales y la depreciación inmediata de las inversiones en activos fijos, son insuficientes y controversiales. Nuevamente, en este campo, cumplir el programa puede resultar más cuesta arriba de lo que sospechan los muralistas callejeros.
Entre tanto, puede el nuevo gobierno hacer alardes de autoridad, descabezando servicios públicos o revirtiendo decisiones de su antecesor, pero su desempeño dependerá crucialmente de que pueda infundir confianza entre los empresarios y los consumidores. Para ello deberá plantear con prontitud un programa convincente en lo técnico y viable en lo político. El tiempo -y las cifras económicas- apremia.