Es posible que la ciudad mental o imaginaria, la de los sueños, se establezca a una edad temprana, aquella en que coinciden dos procesos: el del aprendizaje y el de la salida al mundo. Después no es mucho más lo que se incorpora. Lo digo porque a veces me preguntan cuestiones sobre el Santiago actual y no sé qué contestar. No se trata de mala voluntad sino simplemente de que he ido perdiendo la capacidad de observar la realidad en su forma presente. Nada de lo que pueda ver en las calles me reporta alguna novedad, ninguna reja, ninguna casa, ninguna vestimenta ni vitrina. Convivo con el infinito repertorio de las cosas con una indiferencia que creo que es mutua. Cuando una escena -la luz del sol sobre la fronda de los árboles, la hierba que ha crecido en la grieta de una vereda- me produce emoción, generalmente esto se debe a que la imagen me ha remitido súbitamente al pasado.
Infiero que los niños -o adolescentes o jóvenes- de quince años se desplazan por la ciudad de una manera radicalmente distinta. Que viven en un espesor existencial muy imantado, por decirlo en una forma críptica, con los sentidos alerta y la máquina de producción simbólica trabajando a todo dar. Mis recuerdos de esa edad al menos me permiten aventurar estas especulaciones. Claro: vivir con la conciencia de que cada elemento del mundo exterior me atañe y me compromete. Los carteles del comercio, los zapatos de los transeúntes, la lluvia incipiente, las globos de una fiesta infantil en un antejardín, los gatos de los techos, los borrachos, los gritos de las fiestas, el estruendo de un choque.
Hace poco con mi amigo Antonio de la Fuente estuvimos en una correspondencia sobre nombres del comercio santiaguino y todo lo que pudimos citar correspondía a antiguallas de illo tempore . La Casa Util, El Rey que Rabió, La Leona de Castilla, La Africana, El Amigo de Todas las Naciones. Son nombres curiosos, pero también podría anotar una lista con los viejos nombres corrientes.
"El comercio, en contra de su apariencia de estabilidad, es voluble", apunta Antonio en uno de sus mails , refiriéndose a ese tópico de esfuerzo en la vida de tantos dueños de negocios que terminan con una sólida situación dispersada en migajas.
En un libro que conserva esa mirada nítida de los quince años ( Eje San Diego, arqueología de una calle mágica , de Ricardo Chamorro) encuentro muchas cosas de este tipo. Realidades de la mirada, como el destartalado y ya inútil letrero luminoso del centro naturista Kilimanjaro, colgado entre fierros y cables con su estrella de David y su esvástica. O realidades "balzacianas", como la Casa Calvetty, de la cual se esboza la curva que va del esplendor a la decadencia y la extinción, graficada esta última categoría en una vidriera llena de polvo. Esta historia está en la mejor crónica del libro, titulada precisamente "El polvo".