Que el jefe de seguridad de Colo Colo ayude a hinchas peligrosos y con prontuario a eludir los controles de seguridad y les abra las puertas para que ingresen gratis al estadio no me sorprende. Y que el club se lave las manos frente a la constatación flagrante del hecho tampoco. Pasa con los albos y con todo el resto de los clubes, porque ningún empresario del fútbol se ha decidido a proteger su inversión social. Hoy les interesa más tener al hincha sentado frente al televisor que en la cancha, porque, seamos objetivos, genera menos costos y más beneficios.
No me sorprende que esta semana quedara al descubierto el afán político de Estadio Seguro, una entelequia mediática que no logró controlar el fenómeno de las barras bravas, pero que entronizó -para siempre- la premisa de que todos los que asistimos a los estadios tenemos que pagar en incomodidad y abusos a nuestros derechos por lo que hacen unos pocos. A días de dejar el cargo, Cristián Barra dejó en claro que coordinación entre La Moneda, Carabineros y la Fiscalía no había, ni siquiera en un caso donde todo parecía tan fácil. La acusación más grave, más pública, más probada y contra los más poderosos pifió lastimosamente, demostrando que rentabilizar políticamente el plan era el objetivo central.
Tampoco es sorpresa la actitud de la ANFP. En su candorosa ineptitud, hizo lo más fácil: le pasó el caso al tribunal. La comedia urdida por las autoridades políticas, judiciales y de orden les facilitaron la vida al punto que me atrevería a apostar que la carpeta lleva un timbre nítido en la primera página: archívenlo.
Para decirlo sin rodeos, no creo que se avanzara demasiado en la materia en los últimos años. Y más aún, soy pesimista al respecto. Me pareció que la actitud de la dirigencia de la Católica ante el letrero de su barra denigrando al plantel fue tibia, por no decir inexistente. Parafraseando a la barra, les faltaron huevos. Que la ANFP programe el clásico porteño en Santiago el día del retorno, contradiciendo la opinión policial, no tiene explicación. Que en el partido de la U con la Unión se optara por no vender entradas y que el árbitro amenazara con terminar el partido hasta que un jugador le advirtió que los petardos venían de afuera del recinto es, convengámoslo, para la risa.
Como se ha dicho tantas veces, la violencia en los estadios es organizada, concordada y, a ratos, consensuada. No sería posible sin líderes, dinero, nexos y facilitación de su actuar por parte de los clubes y los mismos responsables de resguardar el orden, como quedó extraordinariamente claro esta semana. Y hay dos factores que alimentan aún más el pesimismo: en quince días más serán los propios clubes los que deberán hacerse cargo del problema, por ley. Y no se conocen ni mínimamente las intenciones del próximo gobierno respecto del asunto.
El panorama es sombrío, sobre todo porque el resbalón mediático de Estadio Seguro en la semana dejó en evidencia todas las fragilidades del sistema, la hipocresía de los clubes y, sobre todo, la certeza de todos nuestros temores.