Después de décadas de desprecio y olvido, lentamente vemos resurgir en ciudades chilenas la valorización del pavimento de adoquines. La reciente remodelación del barrio cívico incorporó la completa repavimentación de las calles aledañas al palacio de La Moneda con un adoquinado idéntico al que tuvo hasta mediados del siglo XX. Igual cosa con el entorno de la Plaza de Armas que hoy se embellece, así como con un buen número de pasajes en el centro Santiago. En Providencia se restauran trabajosamente pequeños tramos de la avenida Pedro de Valdivia, que con sus generosas dimensiones, notables edificios, gigantescos árboles, y especialmente gracias a su empedrado centenario, debe ser uno de los paisajes urbanos más espléndidos de toda la ciudad.
Y es que no hay ninguna razón para sacar los adoquines de las ciudades chilenas. Al contrario, el empedrado es un pavimento extraordinariamente noble y resistente; mucho más que el hormigón armado o el asfalto. Hay más, el adoquinado tiene un valor intrínseco, que hoy Chile sería incapaz de costear. Es por eso que muchas ciudades extranjeras, más avispadas y orgullosas que las nuestras, preservan concienzudamente sus adoquines, incluso en avenidas principales con intenso tránsito de transporte público. Pienso en zonas de las antiguas urbes norteamericanas como Boston, Chicago y Nueva York, y en casi todas las venerables capitales europeas, como París, Praga, Berlín, Londres y Roma. ¿Porqué conformarnos con menos?
Además de su valor intrínseco, material y humano, el adoquín de piedra nos conecta con nuestra historia y cultura. En el caso de Santiago, nuestras calles fueron construidas por los canteros de Colina, agrupación que subsiste orgullosamente hasta hoy gracias al tesón de algunos descendientes de los artesanos originales, que en su momento no solo pavimentaron la ciudad con el material extraído de los cerros del valle, incluidos el Blanco y el San Cristóbal, sino que participaron en la construcción del puente de Cal y Canto, la Catedral Metropolitana y los palacios de Tribunales y La Moneda.
Muchas ciudades de Chile conservan todavía barrios adoquinados, y es fundamental defenderlos, protegerlos y restaurarlos. Mientras algunos municipios demuestran una férrea voluntad para preservar valores ambientales intangibles tales como la belleza, la historia y el orgullo cívico, otros son susceptibles de caer en la tentación de una mal entendida modernidad que presume de que todo lo nuevo es mejor, solo porque es nuevo. Cuidado con eso. Como decía un viejo tío: “Se acabarán las piedras, pero no los tontos”.