Como lo entendemos hoy, jornada de descanso, realizar actividades por recreación, respondiendo solo a obligaciones propias, cambiando de ambiente e idealmente en contacto con la naturaleza, como suele ser lo más corriente, surgió en el siglo XIX entre la clase dirigente “aristocrático-burguesa”. Comenzaron sus integrantes migrando hacia las haciendas, continuando los más modernizantes imitando el modelo europeo conocido luego de una estadía en París, Inglaterra o Italia, haciéndolo en balneario marítimo. A poco andar, fueron surgiendo las réplicas nacionales de aquellos, por iniciativa de propietarios de fundos costeros, con carácter exclusivo, solo para miembros del segmento. Así nacieron Viña del Mar (1875), Zapallar (1892), Papudo (1897). Del mismo carácter fue Cartagena (1896), pero por acción municipal. Siguió esparciéndose la costumbre por la zona central. Norte y Sur, en cambio, fueron sumándose lentamente, desde las primeras décadas del siglo XX.
El ferrocarril de pasajeros fue la punta de lanza. En el origen fue el tramo Valparaíso-Santiago, a instancias de privados, pero el Estado finalmente asumió la tarea de extenderlo longitudinalmente, con sus ramales y obras públicas necesarias, integrando el territorio. Conste que en 1914 era posible viajar desde Iquique a Puerto Montt. Por entonces, automóviles también empezaron a trasladar a veraneantes más aventureros rumbo a los extremos del territorio, iniciándose un proceso que llega hasta nuestros días, corriendo paralelo al incremento de la conectividad vial.
Y paralelamente también al ascenso de la clase media, que llegaría a ser definitivamente dirigente en la década de 1940. Segmento que prosiguió ensanchándose hacia arriba y abajo, como sabemos. Consecuentemente, los gobiernos favorecieron desde entonces a los nuevos sectores, propiciando beneficios y mejorando sus condiciones de vida, incluyendo disponer de un verdadero descanso en verano. Se habló de democratizar el turismo. El crecimiento y desarrollo del país en el último tiempo ha permitido multiplicar esta práctica, que rigurosamente cumple el 50% de los chilenos, según autoridades del ramo, cuya mayoría veranea en su tierra, cifra que seguirá aumentando. Enhorabuena.
Porque es la oportunidad de tomar contacto con la realidad del territorio, con su diversidad geográfica y humana, distribuida a lo ancho y largo. Diversidad excepcional y destacada por extranjeros que nos visitan. La podemos graficar si sobreponemos el mapa de Chile al de Europa, de manera que Tierra del Fuego quede al Norte de Escocia y Arica al Norte de África. Un abanico de latitudes.
Progreso y masificación de la costumbre, permite llegar sin gran dificultad a cientos de lugares característicos: ciudades, playas, bosques nativos, cordillera, lagos, tierras desérticas y australes, islas y fiordos. Podemos conocer directamente sus riquezas naturales, la flora y fauna regional, la productividad de sus diferentes zonas y áreas económicas, apreciar sus bondades gastronómicas, artísticas o artesanales, una gama de gente, pueblos, tradiciones aún vitales y que creíamos perdidas. En fin. ¿Cuántos chilenos que, desde hace unas décadas no más, han podido recorrer distintos sitios y quedado asombrados con la belleza del país descubierto? ¿Cuántos han experimentado la satisfacción de residir en territorio de paisajes gratos y apreciables? No es menor asumir territorialmente la patria, como un patrimonio inestimable que queda incorporado a nuestro horizonte mental o cultural, fortaleciendo la identidad nacional o el sentido de pertenencia. Valor trascendente tiene aprender y querer la tierra en que vivimos. Es signo de desarrollo.
Álvaro Góngora