En el siglo pasado, bajo la vigencia de la Constitución de 1925, un francés, estudioso de los sistemas políticos comparados, clasificó al que regía en Chile como "cesarismo presidencial"; al borde, casi cayéndose de la categoría de las democracias republicanas.
Así de peculiar parecía el régimen chileno, aun antes que la Carta de 1980 limitara aún más la iniciativa legislativa del Congreso, restringiera las materias de ley y suprimiera las facultades del Senado en la designación de embajadores.
Así era clasificado el presidencialismo chileno aun antes que los presidentes, con total desprecio por el poder ciudadano, hicieran costumbre de sacar a los parlamentarios de las tareas para la cual los ha elegido el pueblo soberano y los llevaran a ser parte de sus gabinetes.
Aun con todo el poder que tienen, a los presidentes no les es dado mandar solos. Sin las firmas de sus ministros, ordena perentoriamente la Constitución, sus órdenes no deben ser obedecidas. La norma es clara y definitiva. Establece la indispensable necesidad de que la voluntad presidencial sea acompañada del aval de un ministro. Sin la firma de este las órdenes del Presidente "no serán obedecidas". Así de tajante es la Constitución, desde antiguo.
¿Exagera esta tradicional regla del constitucionalismo chileno? ¿Se contradice tratando a un presidente casi omnímodo como a un menor de edad en necesidad de un tutor o representante para que sus órdenes valgan?
Nada de aquello; la fórmula es una de las pocas protecciones de una oficina tan poderosa y sobreexpuesta, y una de las pocas expresiones y garantías de que lo nuestro ha de ser una presidencia de proyectos colectivos, de partidos, grupos y generaciones, y no de una sola figura, siempre en riesgo de caer en el personalismo.
Ministros, subsecretarios e intendentes han de ser los brazos, pero también los más cercanos consejeros del Presidente. Son también sus escudos. A partir de ello, la figura presidencial puede protegerse de los errores de gobierno y enmendar sabiamente los rumbos con el expediente de cambiar su gabinete. Para ello, claro está, para que sean buenos fusibles, no basta con que cuenten con la confianza del Presidente, no les basta con estar conectados o "empoderados" en la línea de mando. Es necesario también que su propio capital político y prestigio tenga grosor suficiente para resistir las cargas de la política, sin inmiscuir la figura presidencial en cada reyerta, ni desgastarlo al primer embate. Son ellos, con su propio capital político, sus apoyos partidarios y su personal solvencia, de las que debieran estar bien dotados, quienes debieran ser capaces no solo de diseñar políticas, sino también de aplacar conflictos. De allí el absurdo de constituirse ellos mismos en fuente de problemas.
Sin ministros, subsecretarios, intendentes y gobernadores no hay mando del Presidente, ni sectorial ni territorialmente. Estos secretarios han de ser sus fieles servidores, y por ello no pueden tener agenda propia, pero tras el diseño constitucional chileno, estos debieran también seguir siendo parte de sus grupos referentes. Son garantía de que el Presidente ha de estar en sintonía con círculos más amplios, tarea que, hasta no hace mucho, cumplían bien los partidos.
Por todo lo anterior, la conformación de los gabinetes genera tanta expectación. No es ni curiosidad malsana ni chismorreo político, sino auténtico ejercicio de opinión pública ciudadana.
Jorge Correa Sutil