Nada puede garantizar que en el futuro no existan litigios por temas de fronteras o límites con Perú. Es cierto que la decisión de la Corte -con su claroscuro para Chile, a pesar de que, junto con el Beagle, jamás se habían preparado tan rigurosamente las cosas en nuestro país- reduce hasta un mínimo insignificante las razones materiales para crear un diferendo con bases objetivas. Lo que resta con Perú es un factor elusivo y a la vez omnipresente: la imagen del conflicto del siglo XIX, congelada todavía, en pleno XXI. Es una situación casi única en las relaciones internacionales modernas el peso que ejerce en nuestro presente una guerra del último cuarto del XIX, y soy el último en negar que en toda la circunstancia que rodea a la Guerra del Pacífico también hubo responsabilidades chilenas.
Sin embargo, tras un largo interludio, creímos en 1929 que se había logrado dar vuelta la hoja, aunque las hipótesis de conflicto han jugado un papel en avivar el fuego del pasado. Frei Montalva pensó que con su amigo Fernando Belaúnde, socialcristiano, el Pacto Andino sería el instrumento de integración que permitiría elaborar un proyecto internacional común. Salvador Allende estaba entusiasmado con el régimen militar de izquierda de Velasco Alvarado, que había derrocado al anterior. Con Pinochet casi hubo guerra en una o dos ocasiones, aunque en 1985 el primer Alan García pacificó bastante las cosas. Frei Ruiz-Tagle y Fujimori -este, ajeno a la emoción de 1879- alcanzaron una serie de acuerdos, y el Chino, como se le decía cuando era popular, fue el primer Presidente del Perú que visitó Chile. En estos días se ha recordado mucho, como tiene que ser, que con el acuerdo sobre Arica en 1999 se habían superado todos los problemas. A partir de 2000 se extrajo del sombrero del mago un "nuevo caso", del que en Chile ni en Perú nadie antes había oído escuchar nunca. El resto es fruto ya ingerido y lo venimos digiriendo en estos días. Por mínimo que sea el margen de discrepancia que pueda haber (¿de nuevo el Hito 1?), el conejo que emerja desde el sombrero podría transformarse en otro desaliento para nosotros. ¿Es que no hay caso para Chile?
Se ha alabado y temido la inédita relación económica y social entre ambos países. Desarrollada en las últimas dos décadas, ahora quizás más afincada con la Alianza del Pacífico, crea intereses comunes que hay que resguardar. En sí mismas, las relaciones económicas no significan una garantía definitiva. China es el principal socio comercial de Japón, mas la disputa por las islas solo es una alegoría de algo demasiado profundo, intangible, como todos los grandes conflictos. En lo que han sonado palabras más fuertes es en criticar la ofensiva de amistad en otros planos que llevó a cabo el gobierno de Piñera. Sin embargo, salvo uno que otro entusiasmo anecdótico, en su conjunto ha sido la base sobre la cual se puede acumular intereses y apreciaciones compartidas. Así tenía que ser.
Precisamente, porque no es imposible que con la decisión de la Corte pueda nacer algo nuevo. Al igual que en 1929, Perú siente que ha recuperado algo que había perdido. Pequeñas victorias simbólicas son capaces de insuflar la fuerza para un nuevo emprendimiento de reivindicación. Al revés, podría ser también la base de seguridad psicológica para que el Perú comience a clausurar el recuerdo práctico de 1879, y que los intereses comunes demanden más energías políticas y mentales que la desconfianza heredada, aunque raramente confesada, por ambas partes. Chile debe jugarse y cooperar a que esta segunda probabilidad sea la que siente las bases de las relaciones para el futuro.