Eres David O. Russell, el nuevo director de moda. Medio Hollywood quiere trabajar contigo. Se rumorea que serás uno de los favoritos del Oscar con Escándalo Americano, tu nueva película. Nada puede fallar... pero vas y lo echas todo a perder.
Ocurrió a mediados de mes, cuando sin mediar provocación alguna, Russell declaró que Jennifer Lawrence -su actriz favorita y actual musa en sus cintas- estaba "sufriendo 12 años de esclavitud" amarrada a la serie de filmes Los Juegos del Hambre. La prensa de espectáculos no perdió tiempo y lo despellejó sin piedad. En menos de 24 horas el tipo había pedido disculpas públicas, pero todo indicaba que era demasiado tarde: tras años de callarse la boca, de portarse bien y jugar al ritmo de la industria, el viejo Russell -brillante pero también volátil, intratable y dictatorial- estaba de regreso. Y se manifestó en el peor momento: hace unos días, en la premiación de Sindicato de Directores (DGA), fue derrotado ampliamente por Alfonso Cuarón (director de Gravity), quien -por ahora- se perfila como el gran ganador del Oscar, el próximo 2 de marzo.
¿Y Russell?
Igual que sus personajes. Derrumbado por sus debilidades. Aplastado por lo mismas cualidades que lo han convertido en un indispensable en el panorama del cine actual. Genial, extraordinario; pero totalmente al borde.
Hasta el cuello
Esa es, precisamente, la actitud que impregna de punta a cabo su nuevo filme: Escándalo Americano (American Hustle), el cuento de cómo un par de falsificadores de arte caen en las garras de un torcido agente del FBI, que usa sus habilidades para probar la corrupción de un alcalde y de un buen número de congresistas, e incluso hacer "picar" en el embuste a algunas figuras de la mafia de la costa este. Basada de cerca en un caso real de fines de los años 70 -la llamada operación Abscam, donde los estafadores crearon un falso sheik árabe que sobornó a diversos personeros federales-, la cinta es menos un filme de época que la alambicada representación de una debacle, en un territorio (el Estados Unidos post-Watergate) donde conceptos como moral, patriotismo, probidad y buenos versus malos, no solo se han vuelto obsoletos y vacuos, sino en la careta de rigor para dar respetabilidad al engaño y hacer del descaro una profesión. Ya no hay para qué ocultar las intenciones: todos están metidos hasta el cuello en su papel. Todos canallas.
La sensación de que esta es una representación -la puesta en escena de una trampa que se hace más y más burda- se hace evidente desde el inicio, cuando la cámara observa cómo Irving Rosenfeld (camaleónico Christian Bale) se calza con todo cuidado un ridículo bisoñé que usa para ocultar su calvicie. El tipo será un estafador, pero ante todo es un actor, un aspirante a protagonista en el barato drama de su día a día. Y lo mismo corre para su amante y compañera de correrías (Amy Adams), su voluptuosa mujer (Jennifer Lawrence) y el ambicioso agente del FBI (Bradley Cooper) que los obliga a cooperar en un engaño que va creciendo de tamaño, descuadrándose, tal como ocurre con su comportamiento, sus intrigas e incluso sus ropas. A medida que avanza, todo en American Hustle se desboca, se pasa de rosca: los escotes y las solapas, más y más pronunciados; las permanentes y la brillantina de los cabellos, casi expresionistas de puro exageradas; las canciones de la banda sonora, puestas a todo volumen, al extremo de eclipsar los diálogos. Esta no es la Nueva York setentera de Taxi Driver o Fiebre de sábado por la noche, captada en tiempo real. La ciudad de Russell es un tablado, una proyección idealizada, un escenario mórbidamente iluminado. Una ilusión que se disipa justo cuando los que la sueñan creen atraparla entre sus manos.
Tal vez es por eso que la recurrida comparación con los filmes de Scorsese -Escándalo Americano vista como una extensión de Buenos Muchachos, Casino y El lobo de Wall Street- funciona a primera vista (mal que mal, las cuatro cintas se esmeran y brillan en su retrato del pillaje, el camelo y la rapiña), pero se desarma al inspeccionar bajo la superficie. Al revés de lo que ocurre con las diabólicas correrías de Jordan Belfort, quien va pujando con más y más fuerza, superando un límite tras otro a medida que El Lobo de Wall Street se despliega como un inmenso y embriagante fresco, los personajes de Russell van tratando de liberarse de sus máscaras sólo para descubrir que bajo estas hay otras y otras y otras. Al final de El Lobo, Belfort es más que nunca él mismo: brutal, despiadado, vital. En American Hustle late con fuerza la idea de que detrás del engaño perfectamente ejecutado, no existe nada. Nada. Solo una pandilla de peleles aferrados a sus disfraces, a sus papeles, como una tabla de salvación.
Maldita tentación
Es interesante -hasta bello- que el propio director lo plantee y lo filme de ese modo, con una libertad estilística que sorprende y desarma al espectador; sobre todo porque su película llega después de The fighter (2010) y El lado bueno de las cosas (2012), los producciones que revivieron su carrera de cara a la industria: ambos filmes apegados a las convenciones de un género (un drama deportivo y una comedia romántica), ampliamente dominados por sus actores y orientados de plano a la temporada de premios (entre ambos obtuvieron tres Oscar). Como si después de hacerse fama de gran iconoclasta y realizador indomable dentro del medio, con filmes como Spanking the Monkey (1994), Tres Reyes (1999) y I Heart Huckabees (2004), Russell hubiera decidido él mismo calzarse una máscara y representar el rol del sujeto adaptado y controlador de sus demonios, alguien que no es muy distinto al boxeador que Mark Walhberg encarna en The Fighter o al profesor bipolar de Bradley Cooper en El lado bueno de las cosas. Tipos que logran crear en torno a sí mismos niveles tolerables de normalidad que les permitan funcionar en sociedad, pero a costa de pagar el precio de su adaptación; encadenando a las furias que, aunque los volvían especiales y diferentes del resto, también hacían de ellos unos miserables e inadaptados.
Y vaya que Russell sabe del tema. Hollywood todavía recuerda el día en que, acorralado y desorbitado por una producción que se le iba de las manos, el director se trenzó a golpes con el mismísimo George Clooney en el set de Tres Reyes, en pleno desierto de Arizona. Tuvieron que separarlos. Clooney, diplomático hasta el final, le había advertido por carta y en persona que debía dejar de maltratar al equipo; pero para Russell insuflar el caos era casi un método de trabajo, un modus operandi. Y la apuesta resultó -Tres reyes es un filme de guerra único-, pero liquidó por años su chance de jugar en las ligas mayores. Es un tributo a su increíble talento que el medio le haya dado una segunda oportunidad. Debe estar ardiendo en deseos por ponerla en riesgo, por echarla a perder.
Escándalo americano
Dirección: David O. Russell.
Con: Christian Bale, Bradley Cooper, Amy Adams y Jennifer
Lawrence.
País: Estados Unidos, 2013.
Duración: 138 minutos.
Christian Ramírez