¿Es razonable el revuelo que ha levantado la designación de Claudia Peirano en Educación?
Por supuesto que sí.
Para comprender por qué, es necesario un breve rodeo.
La vida social descansa sobre cosas intangibles que no se pueden ver ni tocar; pero sin las cuales no puede funcionar. La confianza, el prestigio, e incluso el poder, pertenecen a esa clase de cosas invisibles sobre las que reposa la vida compartida.
Ninguna de ellas puede, por supuesto, sostenerse a sí misma. La confianza exige actos que la verifiquen; el prestigio, opiniones que lo refrenden; el poder, ritos que le confieran un aura. En suma, los elementos intangibles de la vida social requieren una estructura que los dote de realidad objetiva: algo que los haga dignos de crédito y demuestre que, a pesar de que no se les ve, están allí.
Eso que le ocurre a la vida social, le pasa también a la política.
La democracia reposa sobre un imperativo de confianza. Quien aspira al poder declara, en medio de la competencia, lo que hará con él, qué principios lo guiarán, qué objetivos perseguirá, y los ciudadanos deciden si le creen o no. Pero cuando deciden creerle, los ciudadanos no inician una relación de confianza ciega. Esa confianza perdura solo si está dotada de una estructura de plausibilidad que la sostenga: hechos objetivos que corroboren la inicial convicción subjetiva. Que esa estructura exista, es una condición formal mínima de la política; si falta, la democracia se deteriora.
Para que esa mínima estructura de plausibilidad llegue a existir en la política, es necesario que quienes se hacen del poder muestren consonancia con los principios que declararon cuando se aspiró a él. ¿Qué sería de la democracia si se gana el poder diciendo X, y apenas se gana, se designa a quienes creen Y?
Y ese es, cuando se lo mira con imparcialidad, el error cometido por la Presidenta Bachelet. Al designar a algunos de sus colaboradores, en vez de subrayar la realidad de los principios que declaró en la campaña, los borronea. Debilita su apariencia de realidad. Así, en vez de fortalecer la confianza, la deteriora.
Es lo que ocurre con las designaciones en Educación.
El problema no son las virtudes personales (han de ser abundantes) de quienes fueron designados en esos cargos. El problema es la falta de consonancia entre sus trayectorias públicas y los principios que la Presidenta Bachelet declaró para obtener la adhesión de los ciudadanos. En otras palabras, falta esa condición formal mínima de la política: que los actos que se ejecuten una vez que se obtiene el poder doten de plausibilidad a la confianza que en medio de la competencia se solicitó.
Por eso, los estudiantes tienen razón cuando se quejan de esas designaciones, especialmente de la subsecretaria de Educación.
No se trata de desmentir ni su prestigio, ni su conocimiento, ni su buena fe, ni su buena voluntad. Tampoco de desmentir sus puntos de vista, que pueden ser, incluso, correctos (aunque minoritarios). De lo que se trata es que esos puntos de vista no son en absoluto consonantes con los objetivos públicos que, en materia de educación, se declararon a la ciudadanía. Su designación impide, pues, el cumplimiento de esa mínima condición formal que hace visibles los aspectos intangibles de la política.
El futuro ministro Eyzaguirre se refirió a ese problema a la salida de una reunión con la Presidenta:
"No fue tema de la discusión", respondió escuetamente. Añadió que a todas las personas que integrarán el futuro gobierno de Bachelet "les interesa una educación pública de calidad y gratuita, y ese es el sentido". Argumentó que "las cosas concretas y tangibles de la familia chilena que están en el programa se llevarán a cabo".
Las palabras del futuro ministro ponen de manifiesto que no comprende la índole del problema que han planteado los estudiantes.
Para resolver ese problema, no se saca nada con reiterar los objetivos del programa, reclamando una fe ciega en quienes lo ejecutarán (que es lo que él acaba de hacer), sino que ejecutar actos y designaciones que lo hagan plausible (que es lo que no se ha hecho).
Y ese es el error -es mejor no ocultarlo- en que ha incurrido la Presidenta Bachelet.
Carlos Peña