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Editorial
Miércoles 29 de enero de 2014
Trato preferente a planteles estatales
Los argumentos para un trato preferente a las instituciones estatales son, por lo demás, muy débiles. Se plantea que ellas son las únicas que pueden garantizar de manera permanente que no primen visiones particularistas...
El debate sobre nuestro sistema de educación superior transcurre a menudo sin atención a las cifras disponibles. Indudablemente, en esto influye el hecho de que hay a veces asuntos normativos que aspiran a ser tratados independientemente de la evidencia. Sin embargo, esa no es una justificación para tal desatención. Así, se ha hecho habitual, por ejemplo, defender un trato preferente para las instituciones estatales, sin reconocer que este ya ocurre. Por ejemplo, si se considera el aporte fiscal directo -el principal instrumento de financiamiento a la oferta en Chile-, las universidades estatales reciben, en promedio, un financiamiento por estudiante que es 10 por ciento superior al de las universidades privadas del Consejo de Rectores. Obviamente, es aún más evidente el contraste con las universidades privadas creadas con posterioridad a 1981, las que no reciben financiamiento a la oferta, aun si producen bienes públicos. Por cierto, quienes creen que las universidades estatales merecen un tratamiento preferente podrán siempre sostener que ese grado de diferenciación es insuficiente, pero eso es un asunto de otra naturaleza.
Los argumentos para un trato preferente a las instituciones estatales son, por lo demás, muy débiles. Se plantea que ellas son las únicas que pueden garantizar de manera permanente que no primen visiones particularistas, o que tienen el deber expreso de representar el interés general. Sin embargo, toda esta enumeración de virtudes potenciales debiera expresarse finalmente en una serie de resultados evaluables y que permitan distribuir fondos entre distintas instituciones. Si estas se apartan de los criterios que son generalmente aceptados en la vida académica, las ciencias y humanidades, sus recursos deberían verse mermados. Mecanismos de asignación de esta naturaleza son mucho más efectivos que tratos preferentes difíciles de traducir en criterios objetivos. Por cierto, como ocurre en muchos lugares, definiciones políticas podrían alterar en favor de las instituciones estatales dichos criterios, pero esto no les otorga legitimidad académica o filosófica a esas decisiones. Así, no debería cederse tan fácilmente a esta argumentación.
Por cierto, este debate se refiere al financiamiento de la oferta. Si en esos casos es difícil justificar un tratamiento diferenciado, esto es imposible en el caso de los estudiantes. Una vez que las instituciones cumplen con las exigencias que impone el Estado, los estudiantes debieran ser tratados de manera igualitaria. Corresponde solo diferenciar por criterios objetivos, como el nivel socioeconómico y el mérito. En una sociedad que crecientemente condena la discriminación y aspira a un trato igualitario entre los suyos, sorprende que no cause molestia el hecho de que los estudiantes que asisten a universidades que no son del CRUCh o a institutos profesionales reciban becas de montos muy inferiores a las del resto. Hay, por cierto, aprensiones respecto de la calidad de los planteles, pero eso recorre todo el sistema, y es inaudito que los estudiantes que asisten a instituciones con el mismo régimen de acreditación tengan tratos muy distintos, que solo pueden explicarse por razones históricas.
Estos asuntos deben tenerse presente a la hora de discutir el financiamiento de la educación superior en el futuro gobierno. Se ha anunciado gratuidad para este nivel educativo. No deja de ser curioso que avancemos en esta dirección cuando son muchos los países, incluso más desarrollados e igualitarios que el nuestro, que intentan abandonar ese camino. El caso de Australia es ilustrativo. En 1974 decidió ir hacia la gratuidad en la educación superior, para abandonarla 14 años más tarde, preocupada de las inequidades que esta política había generado. Es una experiencia que debería ser seriamente estudiada por nuestras futuras autoridades, al igual que la de muchos países europeos que crecientemente están usando créditos contingentes al ingreso para financiar parte de los costos de la educación superior de sus jóvenes.