Michelle Bachelet acaba de nominar a quienes administrarán, junto con ella, el gobierno. Es hora, pues, de juzgar no su programa, sino los nombres de quienes escogió para realizarlo.
¿Quiénes son?
La mayoría -como cualquier observador puede constatarlo- ha estado cerca de la administración del Estado desde hace ya tiempo. Cada uno, con excepciones situadas en cargos igualmente excepcionales por lo irrelevantes, contribuyó a dibujar la fisonomía del Chile contemporáneo -¿será necesario subrayarlo?- durante veinte de los últimos veinticuatro años.
Lo raro es que, a pesar de eso, no pretende ser un gabinete de continuidad.
Cualquiera pensaría, al revisar esos nombres, que las líneas de la modernización de Chile de las últimas décadas se mantendría y que los principios que la guiaron, y que se confirmaron una y otra vez con la fe y el entusiasmo del creyente, serían los mismos. Apertura de Chile a los mercados globalizados; uso de incentivos para conducir los esfuerzos individuales; producción de bienes públicos a cargo de privados; revalorización del mercado y pareja abjuración de las virtudes que alguna vez se asignaron al Estado; provisión educacional mixta; focalización del gasto público, etcétera. Los tratados de libre comercio (ese esfuerzo por incorporarse al capitalismo global), las concesiones de obras públicas (el diseño que se creó para internalizar los costos de los bienes en quienes los usaban con mayor frecuencia), la tolerancia hacia un mercado lo más desregulado posible (la protección al consumidor fue más bien tardía), el financiamiento compartido en el sistema escolar y el copago en educación superior (¿no fue ese el sentido de los aranceles de referencia y los subsidios mínimos?) fueron algunas de las medidas que hicieron plausibles las convicciones que declararon mientras estuvieron en el gobierno quienes hoy vuelven a él en ministerios claves: Eyzaguirre, Muñoz, Blanco, Rincón, Burgos, Gómez.
¿Qué extraña alquimia es esta entonces? ¿Los mismos nombres de las últimas décadas tras propósitos que pretenden corregirlas?
Lo que ocurre es que quienes asumirán el gobierno pertenecen a esa extraña especie, que abundaba en las religiones, pero que hoy día asoma en la política: la de los conversos.
El caso paradigmático es el de Nicolás Eyzaguirre, el nuevo Saulo. Mientras era ministro de Hacienda promulgó, y apoyó a pie juntillas, el Crédito con Aval del Estado (CAE), el mismo sistema del que ahora se declara, con razón tardía, arrepentido. Las protestas estudiantiles que comenzaron en 2011 fueron, en gran parte, motivadas por ese crédito que en vez de establecer una regla de igualdad entre los alumnos y facilitar el acceso, estableció diferencias casi insalvables entre los estudiantes según fueran las instituciones en las que decidieran matricularse. Pero ahora ocurre que el mismo Eyzaguirre -que con irrefutable tono de infalibilidad alguna vez aseveró que ese sistema era razonable- tiene en sus manos el mandato de cambiarlo. Y es él mismo quien, en afortunada coincidencia con lo que piensa espontáneamente la mayoría, acaba recién de descubrir, con el tono, el desparpajo y el habitus de quien gozó de sus ventajas, que el sistema escolar privado reproduce la desigualdad.
No está malo arrepentirse cuando se trata del cielo. Y la conversión suele ser motivo de salvación en el más allá, según enseña el discurso del buen ladrón. Pero en política, estas conversiones súbitas o son manifestación de insinceridad, o acaban, más temprano que tarde, cultivando la irresponsabilidad. Si se tolera que en los asuntos públicos es posible cambiar de manera tan radical de punto de vista (apoyando como virtud lo que pasado mañana se rechazará como vicio) y se acepta que es posible volver entonces una y otra vez al poder al compás del cambio de convicciones, ¿qué crédito debe concederse a lo que hoy se dice creer y a los principios que se declara estar dispuesto a defender?
Por supuesto se dirá que en política las convicciones tienen, a veces, que ceder a las circunstancias y que son estas, en definitiva, las que mandan. En política se haría lo que se puede dentro del gran arco de lo que se debe. Pero esa explicación no es, por supuesto, suficiente, porque, todo hay que decirlo, oculta lo obvio: el hecho de que toda conversión está motivada por el apetito del cielo.
Solo que en este caso el cielo es el Estado.