Hace pocos días, el Alcalde de Coyhaique presentó un recurso de protección para evitar la instalación de la Bandera del Bicentenario en esa ciudad. Se trata del proyecto “Legado Bicentenario”, que pretende instalar banderas de 12 x 18 metros en mástiles de 42 metros (16 pisos) de altura en 14 capitales regionales. Mientras en Valdivia, Coyhaique y Punta Arenas los Concejos Municipales han rechazado el proyecto, en Iquique, Valparaíso y Concepción piden que se cambie el lugar de instalación, que consideran “caprichoso”, puesto que jamás fueron consultados al respecto. La iniciativa surgió en el Ministerio de Obras Públicas hace dos años y la inversión total supera los $6 mil millones, sin considerar los costos adicionales para habilitar los espacios públicos circundantes, que deben provenir de fondos regionales.
Los reclamos tienen varios fundamentos, y ninguno de ellos en menoscabo del valor cívico del mayor símbolo patrio de todos. La paradoja es que, en nombre de este símbolo patrio unitario, las comunidades locales se sienten atropelladas por el gobierno central en sus derechos a decidir qué quieren y dónde lo quieren para embellecer sus ciudades. Impresiona el gasto astronómico que implica el proyecto, y también la poca consideración por el impacto que pudiera tener en paisajes muy valiosos. En Coyhaique, por ejemplo, para resolver el presente conflicto, el Ministerio de Obras Públicas desafectó mediante decreto el terreno municipal donde se levantará el monumento. Pero, ¿no debería ser esta una cuestión propia de la planificación y el diseño urbano? ¿No debería erigirse cualquier cosa pública con el beneplácito de la ciudadanía? ¿Qué significa, finalmente, una bandera gigantesca impuesta desde la capital en el corazón de una pequeña ciudad?
Tienen razón las autoridades locales que reclaman porque el gobierno central, en algunos casos ubicado a 2.000 kilómetros de distancia, impone sobre el paisaje de una pequeña capital regional un artefacto extraño por lo desproporcionado en su tamaño y costo, perpetuo además, malogrando tal vez cualquier buena intención. Dejemos, de una vez por todas, que las ciudades chilenas velen por su propio destino, y reconozcamos sus orgullosas diferencias.
Yo recuerdo, en todo caso, admirar de niño la enorme y elegante bandera que se tendía desde un cable entre los edificios de la Plaza Bulnes, frente a La Moneda y la Alameda. Era entera de seda, me decían, y había sido regalada a Chile por Japón. ¡Qué maravilla! ¿Qué habrá sido de ella? Era única, y se lucía solo en Fiestas Patrias. Tal vez era precisamente por esa condición de lujo furtivo, más de gala que por alarde, que me gustaba tanto.