Señor Director:
Intuyo que voy a morir de bicicleta y que, en ese momento final, yo iré de a pie, y el victimario, en dos ruedas. No exagero. Cada vez leo más en defensa del ciclista —porque carecen de suficientes ciclovías, lo que es verdad—, pero muy poco o nada se dice en defensa del pobre peatón que ha comenzado a sufrir a los ciclistas, ¡y en la mismísima vereda!
Personalmente, tengo un problema que parece que no es genético: carezco de espejo retrovisor (también de parachoque) y cada vez con mayor frecuencia, mientras camino por la vereda, al sentir un ya característico chiflido como brizna de viento, compruebo que ha pasado un ciclista casi rozándome y que yo milagrosamente sigo viva. Pero sigo viva no gracias al de dos ruedas, sino a mí que, por esas cosas del sino, no me desplacé ni medio milímetro hacia uno u otro lado. Eso es vivir al filo del atropello.
Quiero que quede bien claro: no es que yo tenga una animadversión per se contra los ciclistas. Los hay muy buenas personas y yo misma lo he sido, de chica. Pero a mí me llevaban a andar al Parque Forestal y no por las veredas, como se desplazan a todo full hasta los oficinistas que ahora van y vienen, muchos obligados por ese desastre denominado grandilocuentemente Transantiago.
Una imagen difícil de olvidar es la que protagonizó el propio ministro de Transportes. El Día Mundial sin Auto le hizo propaganda a la modalidad de irse al trabajo en bicicleta, pero rápidamente, y me imagino que muy a su pesar, su propaganda se convirtió en contrapropaganda: no solo se cayó, sino que lo mordieron unos perros vagos que lo seguían perseverantemente. Fuentes confiables me han contado que incluso le rompieron el pantalón y, lo que es peor, algunos de sus pares del gabinete, que también querían lucir ese día sus dotes de ciclistas, no pudieron contener el ataque de risa desde la retaguardia.
Tiempo atrás leí en este diario una
carta firmada por Paulina de la Maza. Señalaba: “Dejé de ser ciclista el día en que, mientras más me acercaba a una persona que iba caminando en sentido contrario por la vereda, más me miraba con cara de angustia”.
Qué verdad. El problema es que doña Paulina, que tiene mucha razón, no alcanzó a ver en sus andanzas las caras que poníamos los peatones que íbamos en el mismo sentido que la bicicleta cuando esta nos pasaba rozando.
En todo caso, el propio ministro dejó en evidencia que es mejor no ir en bicicleta al trabajo: se puede llegar con la ropa hecha jirones y solo a marcar tarjeta, para luego tener que correr al primer consultorio a ponerse la antirrábica.
Lillian Calm