Las tres opciones que se abren para la derecha están claramente perfiladas: unirse en una sola colectividad, conservar las dos marcas actuales en alianza con nuevos referentes y, finalmente, disolver las instituciones existentes para dar paso a tres nuevos partidos.
Para tomar la decisión correcta, no se trata de tener en cuenta primero lo que podría convenir, sino lo que hoy muestran los propios partidos sobre sí mismos.
¿Qué sabemos de ellos?
Que sus militancias efectivas son ínfimas: no más de 5 a 7 mil personas participan en RN y en la UDI; que personalidades muy comprometidas en las décadas de 1980 y 1990 han tendido a desligarse en los 2000; que no atraen a nuevos militantes, con excepción de los grupos de campaña que rodean después al parlamentario electo en busca del Pitutenschaft ; que conviven en ellos individuos tan incompatibles entre sí como un azul entre garreros o un cuico entre Los de Abajo.
Melero, el presidente que deja a la UDI desnuda, acaba de declarar que el matrimonio homosexual "no es un tema de principios" para su partido; Allamand, el futuro senador que activa sus propios terremotos en RN, ha decidido proponer cambios que eliminen de la declaración de principios del suyo toda justificación del 11 de septiembre de 1973, "para sintonizarla con los tiempos."
¿Cómo pretenden estos señores que los fundadores de sus colectividades sigan pensando que vale la pena impulsar los proyectos originales? ¿No se dan cuenta de que día a día transforman a sus respectivos partidos en lumamis , esos platos de resumen ofrecidos los jueves en los malos casinos?
Fue en marzo de 1965 cuando liberales y conservadores comprobaron que habían tocado fondo: llegaron al 12,47% de los votos y apenas consiguieron 12 de 147 diputados, y 9 de 45 senadores. Al poco tiempo, habían fundado el Partido Nacional, que alcanzó un máximo electoral del 21,31% en 1973.
¿Es eso lo que quieren los dos partidos actuales? ¿Pueden ser tan ignorantes de la historia reciente como para no vislumbrar que en 2017, sin el binominal, pueden ser arrasados y verse obligados a repetir la tristísima historia de 1965?
Abrirse a una alianza con otras colectividades en gestación: eso es lo que están explorando. Pero esa opción presenta un problema insoluble: ningún nuevo grupo querrá estrechar vínculos sin la derogación del binominal, lo que, a su vez, significa la eventual decadencia electoral de los dos partidos actuales. O sea, derogar el binominal es condición imprescindible para conseguir nuevos aliados, pero, al mismo tiempo, es la plataforma para que esas fuerzas puedan desplazar a los dos grandes partidos. Si me la quitan, me matan; si me la dejan, me muero.
Por eso, hay que ir más a fondo: como proyecto político, solo es viable la disolución de los dos partidos actuales de la derecha, para conformar después tres nuevos referentes, mediando una Gran Convención: liberales, humanistas-conservadores, socialcristianos.
El impacto en sus electores sería enorme: el humilde reconocimiento de su precaria situación actual; un llamado a todos los criticones para que se involucren de verdad; la clarificación de las revolturas que hoy hacen incomprensible la presencia de un Ossandón con una Pérez en la misma RN, de un Chadwick y un Squella en la misma UDI.
La Gran Convención es imprescindible. Ahí se hablaría el lenguaje de una derecha pensante y vital. La podrían preparar Hinzpeter, Santa Cruz, Larraín (Carlos) y Ossandón, por RN; Novoa, Bellolio, Cordero y Frontaura por la UDI, junto a independientes o miembros de otros grupos: Pérez de Arce, Kast (Felipe), Matte (Patricia), Orrego (Cristóbal) y Burr.
Sí, es difícil, pero es para pensarlo.