Desde que tengo recuerdos, cada año hay una nueva película de Woody Allen. Algunas no alcanzaron a llegar a los cines y aparecieron en video o en disco. Las más viejas uno solía topárselas en el cable y hoy en las descargas. Todavía existen unas cuantas joyas esquivas, disponibles solo para iniciados —sus especiales para la TV de fines de los 60, unos cuantos cortos, y las películas que guionizó, y que no dirigió—, pero lo cierto es que esta era digital alcanza a entregar un retrato más que cabal de este neoyorquino que el primero de este mes cumplió 78 años y no exhibe la menor señal de estar pensando en el retiro. Aunque algunos de sus detractores ya lo estén pidiendo.
Nadie está cuestionando su estatus de gigante de la comedia ni tampoco el de competente realizador. El problema es ese maldito ritmo anual: lo que antes era un lujo y una fortaleza únicas, se ha ido convirtiendo en algo cercano a un capricho y un commodity adosado al realizador. Tener un nuevo proyecto todos los años solía ser una forma de dar rienda suelta a una creatividad que parecía ilimitada, pero ahora más bien parece una conveniente forma de sostener un estilo de vida. Una cosa es hacer “Zelig” (1983) y continuar con las brillantes “Broadway Danny Rose” (1984), “La rosa púrpura del Cairo” (1985) y “Hannah y sus hermanas” (1986); otra es filmar “Whatever Works” (2009), “You Will Meet a Tall dark stranger” (2010), “Medianoche en París” (2011) y arrastrarse hasta “A Roma con amor” (2012). Y, sin embargo, el negocio de ser y firmar como Woody Allen nunca ha sido más próspero. Si fue un milagro que sus proyectos de los años ochenta (actualmente, considerados los mejores en su carrera) consiguieran financiamiento, hoy, cuando la curva de su ingenio va en franca caída, los fondos y las productoras se lo pelean. Vaya ironía. Una que, de hecho, nos lleva directo a su nuevo filme, “Blue Jasmine”.
La cantinela en torno a este no es muy distinta a la de los últimos quince o veinte años: Jasmine es su “mejor filme” desde “Crímenes y pecados”, Allen “recuperó su mejor forma”, es indudable que tendrá candidaturas al Oscar 2014, y suma y sigue... El mismo guión fue usado para promocionar “Match Point”, en 2005, pero lo interesante es que en esta ocasión toda esa publicidad sí parece justificada. Hace mucho, pero mucho tiempo, que uno de sus filmes no conseguía un nivel tan parejo de principio a fin. Y para ir más lejos: hace más todavía que al interior una obra suya no brillaba algo cercano al genio. Pero lo curioso es que eso último no le concierne a Woody, sino a la depositaria de esa chispa: su actriz principal, Cate Blanchett.
Es ella la que en un acto entre heroico y trágico —cargado de una energía poco menos que bestial—, se echa sobre los hombros el registro de caída de Jasmine, una socialité de Nueva York que, después de que su marido cae en la cárcel por millonarias estafas bursátiles, termina de allegada en el departamento que su hermana (Sally Hawkins) arrienda en San Francisco junto a sus dos hijos, a quienes se suma su novio (Bobby Cannevale), quien no haya el momento de mudarse también. La lógica narrativa indica que ella, hermosa criatura acostumbrada a desplazarse por un mundo de privilegios, aterrizará de bruces en el duro mundo del trabajo, de estudiar de noche, de vivir con lo justo y no hacerse ilusiones. Pero en la práctica no es así: si bien Allen bosqueja e intenta desarrollar esas líneas argumentales, la verdad no está interesado en hacer un filme donde la protagonista tome conciencia de su nueva condición. Tampoco podría. Desde los inicios, su cine siempre ha manejado mejor criterios de fantasía y la abstracción, que los planos más simples de realidad. Y tal vez sea por eso mismo que Blanchett se sale con la suya: inserta dentro de ese endeble telón de fondo, donde tanto ricos como pobres parecen de cartón piedra, su Jasmine es un prodigio de fragilidad y energía en descontrol, alguien que se bambolea al borde del precipicio, o que probablemente ya va cayendo dentro de éste, sin esperanzas de salida.
El fantasma de Tennessee Williams
Es sabido que Woody suele dar rienda suelta —a veces, demasiada— a sus actores a la hora de interpretar sus papeles (siempre y cuando sean fieles a los diálogos que les entrega), pero incluso dentro de esos relajados estándares Jasmine se sale de norma: lo único que se le asemeja en su filmografía —y en toda su gloria y miseria— es la formidable aparición de Gena Rowlands como la doctora Marion Post, en “La otra mujer” (1988). En ambos personajes la crisis hace estragos, socava seguridades que se creían inconmovibles y crea heridas destinadas a perdurar. Pero el Allen de los ochenta era capaz de contener esta explosión en una serie de desquiciantes (y fascinantes) parajes de inmovilidad; el de hoy, en cambio, es prágmatico y opta por dejar las furias libres. Y puede que en este caso ayude más que dañe, ya que al convertirse en la autora de facto’ de “Blue Jasmine”, Blanchett (que probablemente ganará el Oscar a Mejor Actriz, el próximo marzo) se las arregla para restar importancia y redimir el rasgo menos feliz del filme: su origen como variación de “Un tranvía llamado deseo”, con Blanchett como la frágil y limítrofe Blanche Du Bois; Sally Hawkins como Stella, su hermana, y Bobby Cannevale como un stand-in de Stanley Kowalski/Marlon Brando.
Las huellas de esa estructura —y también de la oposición entre delicadeza y brutalidad, entre insania y pragmatismo, que están al fondo de la obra de Tennessee Williams— están expuestas a la luz del día y reducen a parodia largas porciones del total, pero en vista que Allen no se molesta en borrarlas, su socia principal en la aventura se hace cargo con una voluntad que sorprende y abisma. Como si ella disfrutara más del proceso que el propio director. Absorta y poseída por la idea de crear un personaje, para luego hacerlo caminar, tambalearse y luego demolerlo, hasta sus cimientos.