Como su antecesora, Kramer versus Kramer, esta es, en lo esencial, una comedia televisiva llevada a la pantalla grande. Pero El ciudadano Kramer da algunos pasos más. El primero es un implícito: la popularidad de Kramer sería suficiente para alentar no solo el desarrollo de un espectáculo electoral, sino incluso una candidatura, aunque sea con aire de farsa. El segundo es explícito y se desenvuelve a través de la parodia de figuras políticas, con arreglo a ciertos lugares comunes construidos en los años recientes (la entente Carlos Larraín-Camilo Escalona, el toque mafioso de Marco Enríquez-Ominami, la liviandad de Pablo Zalaquett y José Antonio Gómez).
El tercero es algo más inquietante. Kramer se declara apolítico, dice que no le interesa la política, pero convierte a Iván Fuentes, el dirigente social de Aysén (y ahora diputado DC), en un estandarte de su llamado a la unidad, la inclusión, la equidad, etcétera, una especie de "voz del pueblo" alejada de las movidas oscuras de los políticos. Este discurso culmina con un Kramer declamando frente a una bandera que flamea, imagen perturbadora de la demagogia que desprecia la democracia, sus instituciones y sus protagonistas en nombre de una virginidad nacional perdida. El guión trata esta parte del relato como una metapelícula, donde la familia y los amigos de Kramer participan de sus proyectos y cautelan la pureza de sus intenciones. Es la parte más aburrida, pero por algo está ahí: para reforzar la apariencia vestal del proyecto.
Quizás haya que ser un tonto grave para tomarse en serio esta película. Pero habría que ser un tonto a secas para tomar el humor por inocente. Cierta crítica ultrista (¿de izquierda?) quiere entender las parodias de Kramer como una demoledora crítica antisistémica, pero no hay nada en el show que sustente esta interpretación. Al otro lado, hay quienes las leen como actos de simpatía hacia los imitados, lo que quizás confirma que no son ni una ni otra cosa, sino más bien el equilibrismo indispensable para el negocio.
Pero quien se mete en el humor político ha de aceptar por lo menos que sus premisas sean revisadas a la luz de la política, no solo de sus intenciones ni de lo entrañable que pueda resultar su creador. El de El ciudadano Kramer es un apoliticismo cargado de política. Y, como suele ocurrir cuando se mira la política como un subgénero de la farándula, está cargado de un estridente nacional-populismo (según la acertada expresión de Pablo Marín) que, terminadas las risas, queda muy cerca de una frontera tenue, a menudo inadvertida: la del fascismo.
El ciudadano Kramer. Dirección: Stefan Kramer y Javier Estévez. Con: Stefan Kramer, Paloma Soto, Carlos Caszely. 108 minutos.