El fracaso tiene una cara que, si se la mira de cerca, hasta puede ser amable: brinda la oportunidad de hincar los talones en la derrota y de ahí hacer el intento de despegar de nuevo.
Los movimientos políticos se hacen y construyen aspirando al poder estatal y se deshacen y se consumen cuando lo alcanzan. Es el extraño dinamismo de la política. Por eso, en ella —cuando es democrática— ni los triunfos ni los fracasos son definitivos.
Pero, ¿qué debiera hacer la derecha para transformar esto en un nuevo comienzo?
Ante todo debiera dejar de ser lo que hasta ahora ha sido. La derecha en Chile (la que surgió del fracaso de Alessandri y creció luego a la sombra de la dictadura) nunca se ha atrevido a ser moderna: a hacer suyos los ideales de autonomía personal en todas las esferas de la vida. La modernidad de derechas ha sido, en Chile, una modernidad de almacenero y de retail, puramente mercantil. Por eso, su ideología de todos estos años (y los intelectuales que la divulgan y la defienden) no ha ido más allá de la economía neoclásica y su lenguaje de marginalismo, incentivos y competencia aplicados a todas las esferas de la vida, desde la educación a la política.
Como siempre ocurre con los fenómenos humanos, el primer problema de la derecha es, entonces, intelectual.
Los intelectuales de la derecha (allí donde su increíble timidez les permita asomarse) deberán algún día acompasar sus ideas al movimiento subterráneo de la sociedad. A la modernización de Chile (con todos sus defectos) subyace un potencial normativo que la política debe ser capaz de hacer suyo. Hasta ahora ese potencial se ha explotado, por decirlo así, en su negatividad. Ese ha sido el triunfo de la izquierda. Se ha acentuado lo que la realidad no es. Pero el lado positivo de la modernización (porque lo hay, ¿verdad?) se ha quedado sin portavoz: el cambio en las condiciones materiales de la existencia, la expansión de la escolaridad, la igualdad de estatus en múltiples aspectos de la vida, la confianza en el esfuerzo personal, se han quedado sin voceros. Y, de esa manera, la biografía que enorgullece la memoria personal de millones de chilenos y chilenas (la clase media, los grupos que en el curso de su vida han experimentado cambios que antes tomaban generaciones) ha quedado sin intérprete, amenazada de fraude y de fracaso.
¿No hay en la derecha intelectuales capaces de hilar un puñado de ideas y narrar ese proceso mostrando hasta qué punto parte de él se corresponde con los ideales que el propio capitalismo esgrime para legitimarse?
A juzgar por los hechos parece que no.
La derecha en vez de pensar esos problemas y hacerlos suyos, insiste en la retórica de hacendado de los sesenta (como si la simpatía que inexplicablemente se atribuye a Carlos Larraín fuera tal o sirviera de algo); en el discurso naif y baladí del mero entusiasmo (cuyo ejemplo paradigmático es Golborne); en el apego íntegro a las ideas que se atribuyen a Jaime Guzmán (Guzmán es el notable caso de un pragmático al que la muerte convirtió en dogma); o, en fin, en confundir la excentricidad con el pensamiento liberal (hay quien cree que la simple ruptura de costumbres equivale a la libertad).
Y por su parte quienes alguna vez hicieron de liberales en la derecha (es decir, posaron de modernos en todos los ámbitos) han mostrado carecer del sentido de largo plazo que hace al político de verdad. Abandonaron al poco tiempo el intento: fue el caso lamentable, y paradigmático, de Allamand.
La política es, de todos los quehaceres humanos, quizá el más cercano a la historia. No se hace política sin sentido histórico, sin la capacidad de auscultar los movimientos subterráneos de las sociedades. Por eso, el problema de la derecha no es ni de revanchas, ni de votos, ni de responsabilidades burocráticas o administrativas. El problema de la derecha no es que alguien haya incumplido sus deberes partidarios. El problema de la derecha es que nunca ha asumido sus deberes intelectuales.
Hasta ahora, cuando el fracaso le brinda una nueva oportunidad de hacerlo.