Hay varios modos de leer los resultados del domingo, pero todos convergen en lo mismo: estos abren un nuevo ciclo político en Chile.
El primero y más obvio es el rotundo triunfo de Michelle Bachelet. Lo que persigue el balotaje es que la persona elegida cuente con una mayoría nítida, para que nadie pueda usar artilugios aritméticos de ninguna especie para cuestionar su legitimidad. Esto se cumplió ampliamente el domingo. Por eso mismo, las voces que pretenden empequeñecer esta victoria arguyendo la elevada tasa de abstención son un tanto obscenas. Lo mismo las de aquellos oráculos que dicen saber el origen de la abstención y se yerguen como sus voceros, sea para proclamar el inmovilismo o el cambio radical. En una democracia la soberanía recae en quienes se deciden a ejercer esta condición, que son aquellos que votan, y una mayoría sin parangón puso su confianza en Michelle Bachelet. Tejer dudas sobre lo que esto significa es poner en duda el fundamento de la democracia.
Dicho lo anterior, no se puede desconocer la tasa de abstención. Influyó que la enorme diferencia de la primera vuelta hiciera que el resultado fuera conocido de antemano. También el voto voluntario, que como remedio a la abstención ha resultado peor que la enfermedad. Pero hay motivos aun más de fondo, como el déficit de legitimidad que afecta al orden constitucional vigente, tanto por su origen como por la persistencia de normas que atentan contra una justa representación de la soberanía popular. Pero lo esencial es que el sistema político incide muy poco en las controversias y decisiones que conmueven diariamente a las personas, y que van desde su economía doméstica hasta su equilibrio emocional, pasando por alimentación, el cuidado de sus hijos y otras dimensiones semejantes. Progresivamente las instituciones democráticas se han vuelto el hogar de los políticos, no de la gente común. Suponer que esto se corregirá regresando al voto obligatorio, eliminando el binominal o borrando el pecado de origen de la Constitución son ilusiones basadas en el mismo paradigma institucionalista que inspiró el voto voluntario. Reenamorar a la población con la democracia, me temo, requiere mucho más que esto.
Ahora bien, desde el punto de vista de la derecha, lo del domingo fue una catástrofe. Después de 23 años de participación en el juego democrático, obtuvo menos que Pinochet en el plebiscito de 1988. Consiguió un millón y medio de votos menos que en la presidencial anterior. Todo esto disponiendo de una hegemonía cultural y mediática incontestada, y teniendo el gobierno en sus manos.
Hay quienes imputan ese resultado al escaso compromiso del Presidente de la República con la candidatura de Matthei. Esa lectura supone que Sebastián Piñera siente tener una deuda con la derecha, y que la debe pagar; pero no es así. Él fue elegido Presidente renegando de la derecha, no nutriéndose de ella. Lo pudo hacer porque contaba con credenciales democratacristianas y antipinochetistas. Pero Matthei no podía borrar su trayectoria familiar y política. Y Piñera no podía ayudarla si deseaba —como desea— mantener su vigencia, que radica precisamente en recordar esas credenciales, como se encargó él mismo de hacerlo el 11 de septiembre.
La centroizquierda se reinventó, con promesas que apuntan a corregir lo que está en el origen de la desafección de los chilenos con la política. Ahora habrá que ver lo que hace la derecha para adaptarse al nuevo ciclo. Ya puede estar segura de dos cosas, una que aprendió en las parlamentarias y otra el domingo: que la intransigencia en torno a la defensa del pasado y un liderazgo proveniente de la generación del “Sí” no le permiten alcanzar la mayoría.